El beato emperador Carlos de Austria

Uno de los aspectos más recordados del Concilio Vaticano II es la contundente afirmación de la vocación universal a la santidad. Para ser santos no hay que ser ni curita ni monjita por­que todo bautizado, o sea, usted y yo, y por supuesto los curitas y las monjitas, reciben el llamado a ser santos. De hecho, si uno mira la galería de santos que tiene la Iglesia, uno se sorprende con la variedad que presenta, porque allí están representadas las más diversas posibilidades de vivir la fe, desde una mísera esclava al más encumbrado de los emperadores, pasando por todas las con­diciones sociales y calidades humanan que se puede imaginar.

Y cuando hablo de emperadores no hay que remontarse a épocas muy antiguas, porque el 3 de octubre de 2004, o sea, todavía no hace una década, fue solemnemente beatificado en la Plaza de San Pedro por el Papa Juan Pablo II, el último empera­dor del imperio Austro-Húngaro, Carlos de Austria.

Había nacido el 17 de agosto de 1887 y, aun cuando estaba en la línea de sucesión al trono imperial, no era el sucesor direc­to del emperador de entonces, Francisco José. Sin embargo, el asesinato del heredero al trono y su esposa ocurrido en Sarajevo, puso a Carlos en la inmediata sucesión al trono. El lamentable atentado de Sarajevo no sólo dejó al joven archiduque Carlos a las puertas del trono, sino que fue el incidente que dio inicio a la primera Guerra Mundial.

Desde pequeño el joven heredero dio muestras de un carácter austero, elegante, lleno de amor a Dios y al prójimo. Sus padres se esforzaron en darle una educación completa, pero sobre todo, en una genuina atmósfera de fe y de piedad. El archiduque Car­los es un ejemplo vivo de la importancia de que los padres se preocupen de la educación de sus hijos, no abandonando esta tarea a otros. Parte de sus estudios los hizo en un colegio abierto al público que los benedictinos tenían en Viena, hecho insólito para un miembro de la casa imperial a quienes estaba prohibido frecuentar colegios abiertos al público, pero que lo puso en con­tacto con la realidad del imperio con compañeros de todo origen. Recibió también una esmerada formación militar de cuyos resul­tados dio cuenta al realizar con brillantez las acciones militares que le fueron encomendadas iniciado ya el conflicto mundial, antes de ascender al trono.

Un santo no se hace con grandes hazañas, sino en la vida cotidiana de cada día, haciendo en forma extraordinaria las cosas sencillas y ordinarias del día a día. Así fue el archiduque Carlos antes y después de subir al trono. En sus estudios, en la vida militar y sobre todo con su familia. Se casó a los 24 años con la princesa Zita de Borbón-Parma con quien tuvo ocho hijos, el úl­timo de los cuales no pudo conocer porque el emperador murió antes de su nacimiento.

Tenía 29 años cuando subió al trono, en medio de una guerra que no había iniciado y que no deseaba. Dos años después la gue­rra terminó y con ella desapareció el imperio Austro-Húngaro, debiendo marchar al exilio con su familia. Murió en el exilio, en la isla de Madera, de Portugal, cuando tenía tan sólo 34 años, en medio de los dolores de una enfermedad producto del enorme esfuerzo desplegado a la cabeza del imperio, que debilitó su cuer­po, pero no su alma.

Carlos de Austria pudo santificarse en medio del boato, la pompa y la farándula propios de una corte imperial de principios del siglo XX. Si él lo pudo hacer, usted y yo también podemos hacerlo aquí en Valparaíso.