Santa Gianna Beretta Molla

El domingo recién pasado, 16 de mayo, el Papa Juan Pablo II canonizó a Gianna Beretta Molla, médico italiana y madre de familia que dio la vida por su hija. El mismo Papa la había beatificado el 24 de abril de 1994, en el año dedicado precisamente a la familia. Coronando una existencia ejemplar de estu­diante, de mujer empeñada en la comunidad eclesial y de esposa y madre feliz, supo ofrecer en sacrificio su vida para que pudiese vivir la criatura que llevaba en su seno, la misma que estuvo en la ceremonia de beatificación y en la de canonización de su propia madre.

Tenía ya tres hijos cuando le llegó la noticia de un cuarto embarazo el que, como en las tres ocasiones anteriores, fue acogido con alegría. Pero al segundo mes de embarazo se inició el drama al descubrirle un fibroma que crecía cerca del útero y que ame­nazaba su salud y la misma vida de la niña que esperaba. Ella era médico y se dio cuenta enseguida de la tremenda alternativa que se ofrecía ante ella: salvarse o salvar la criatura que estaba ya en su segundo mes de gestación. El médico que la atendía se lo dijo claramente: “si queremos salvar su vida tenemos que interrumpir el embarazo”. La respuesta de Gianna fue rápida y segura desde el primer momento: “Doctor, ¡esto no lo permitiré nunca! ¡Es un pecado matar en el seno materno!”

La operación se limitó a la extracción del fibroma. El embarazo pudo continuar y Gianna reanudó su trabajo de médico hasta pocos días antes del parto. Entró en la clínica el Viernes Santo de 1962 y dio a luz una hermosa niña. Y como estaba previsto, pocas horas después del parto llegaron las complicaciones; fue una semana de enormes sufrimientos causados por una peritoni­tis séptica, un calvario en que su fe tuvo ocasión de manifestarse plenamente. Murió en su casa el sábado siguiente, el 28 de abril de 1962.

Un gesto como el de esta doctora no nace de la improvisa­ción, sino que es fruto de una larga maduración en la fe vivida día a día. Ella había nacido en octubre de 1922 en el seno de una fa­milia católica numerosa, que desde pequeñita le había inculcada la fe. Después de haber cursado la enseñanza media en el Liceo, empezó la carrera de medicina en la Universidad de Pavía, termi­nando sus estudios en 1949 especializándose en pediatría. Que ella estudiara medicina no había sido una novedad en su familia, pero la motivación que la había llevado a escoger esta carrera eran las misiones en América Latina, pues deseaba colaborar con un hermano sacerdote como misionera seglar. Sin embargo, cuando vio con claridad que Dios la llamaba para la vida matrimonial no vaciló y contrajo matrimonio. Su campo de acción misione­ra ahora fueron sus propios pacientes. Abrió un ambulatorio en Mesero, un pequeño pueblo cerca de Magenta, y allí discurrió su vida compartiendo su trabajo con su familia que pronto empezó a crecer. Poco antes de casarse le escribía a Pietro, su futuro mari­do: “quiero formar una familia verdaderamente cristiana, donde el Señor se encuentre como en su casa, un pequeño cenáculo donde Él reine en nuestros corazones, ilumine nuestras decisiones y guíe nuestros proyectos. Quiero formar contigo una familia rica de hijos como ha sido la mía, en la que he nacido y crecido”

Lo que me interesa poner de relieve es que se trata de una santa de nuestros días, de una mujer que se santifica cuando usted y yo ya habíamos nacido. Y de una laica, de una mujer que vivía su fe en medio de los afanes de la vida moderna, como usted y yo lo hacemos a diario; lo hizo como profesional, lo hizo como esposa, lo hizo como madre de familia. Un ejemplo digno de ser imitado, especialmente cuando en Chile la familia vive momen­tos aciagos.