Hacer vida nuestra fe

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La cultura chilena se ha fraguado en la matriz del cristianismo que ha dejado en ella una huella indeleble, pero no se trata de un cristianismo genérico, sino muy específico, pues el cristianismo dentro del cual se forjó Chile, hasta muy entrado el siglo XIX y que le dio parte importante de su configuración, fue el cristianismo católico.
Una prueba manifiesta de ello es la toponimia del país, pues a lo largo del mismo se encuentran por doquier ciudades y pueblos que llevan nombres de esos personajes egregios del catolicismo y, que no se encuentran en el mundo protestante, que son los santos.
Partiendo de la capital del país, Santiago, que lleva el nombre de uno de los doce apóstoles y que es al mismo tiempo el patrono de la ciudad.
Próxima a nosotros está San Felipe, en el valle de Aconcagua, que también lleva el nombre de uno de los doce apóstoles.
Quedándonos siempre en el centro tenemos a San Bernardo, uno de los grandes monjes que dieron impulso al monacato medieval y salvaron la cultura de Occidente.
Y un poco más al sur, San Fernando, en el valle de Colchagua, ciudad que lleva el nombre de un gran rey de Castilla, también en la edad media.
Si miramos más al sur, tenemos a San Carlos de Ancud, en la isla de Chiloé, un santo arzobispo de Milán en la Italia del siglo XVI que puso en obra la inmensa tarea reformadora de la Iglesia impulsada por el concilio de Trento.
Otras ciudades, que aparentemente llevan un nombre que poco o nada tiene que ver con el catolicismo, están también impregnadas de él. Sin ir más lejos, nuestro propio Valparaíso, que aparte de que aluda directamente al valle del Paraíso, lugar idílico, donde ocurrió lo que un buen amigo llama el lamentable episodio de la manzana, fue fundada con el nombre de Nuestra Señora de las Mercedes del Puerto Claro de Valparaíso, razón por la que el escudo de nuestra ciudad lleva una imagen de la Virgen.
O la ciudad de los Andes, cuyo nombre completo es Santa Rosa de los Andes, en honor de la primera santa latinoamericana que vivió en la Lima virreinal.
Y más cercanas a nosotros Quillota, cuyo nombre original es San Martín de la Concha.
Y también Casa Blanca, cuyo nombre oficial es Santa Bárbara de Casa Blanca.
Como puede advertirse, la toponimia de nuestra patria está salpicada de nombres que expresan el tremendo influjo que el cristianismo,  por medio de la Iglesia Católica, ha ejercido en nuestra forma de ser chilenos.
Ese influjo, sin embargo, que se dio en la historia, que hay está y que no se puede negar, no puede ser cosa del pasado sino que tiene que actualizarse permanentemente y esta no es sólo tarea de los curitas y de las monjitas sino que es tarea de todos y por lo mismo tarea mía y suya. ¿Cómo? La respuesta es tremendamente simple pero al mismo nada fácil de poner en obra porque la manera de actualizar, en la cultura actual de nuestra patria, ese sello que la marcha a fuego es simplemente haciendo vida la fe decimos creer, siendo consecuentes con lo que creemos, viviendo en la vida cotidiana las exigencias morales que se derivan de lo que Cristo nos enseñó.
Si separamos de nuestra vida diaria por una parte nuestras creencias y por otra nuestros comportamientos, solo estaremos contribuyendo a que la corrupción siga creciendo en nuestro país porque en una nación que es mayoritariamente católica la corrupción es una manera muy viva de mostrar que los católicos no estamos haciendo vida nuestra fe.
Ya se lo dije. La respuesta es fácil, pero ponerlo en obra cuesta más.