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Adoración eucarística

El cardenal Fulton Scheen fue arzobispo de Nueva York en la década de los años sesenta del siglo XX. Entre sus muchas cualidades estaba la de ser un gran orador y fueron decenas de miles los norteamericanos que lo escucharon por la radio y la televisión. Ya anciano, poco antes de morir fue entrevistado en la televisión y, entre muchas otras, el periodista le preguntó de dónde se había inspirado para haber entusiasmado a tantos miles de estadounidenses con sus conferencias. El cardenal le sonrió al periodista y sonriente le contestó: “fue una niñita china de diez años”. Y contó la siguiente historia que él había recogido, siendo todavía un joven sacerdote, de labios de un misionero en China, en la época de la llegada al poder de los comunistas.
Un día irrumpió en la misión un grupo de soldados marxistas destruyendo todo lo que encontraron. Entraron a la Iglesia, rompieron el sagrario, tiraron las Hostias consagradas por el suelo e hicieron trizas todo lo que pudieron. El misionero fue apresado y encerrado en la misma misión, en una habitación con ventana que daba a la destruida Iglesia. El misionero tenía claro que había 32 Hostias consagradas en el copón, las mismas que yacían en ese momento esparcidas por el suelo entre los restos de los altares, imágenes y bancos destruidos. Lo que los soldados no vieron, pero que sí vio el misionero, fue una niñita china de diez años que desde un rincón había visto la orgía de destrucción que habían protagonizado los marxistas. Esa noche, desde su celda, el misionero vio cómo la pequeña, aprovechando que el guardia estaba dormido, entró en la Iglesia, hizo una hora de adoración ante las Hostias esparcidas por el suelo y después se agachó delante de una de ellas y con la lengua la tomó y consumió. En esa época los laicos no podían tocar con sus manos las Hostias consagradas. La misma escena se repitió durante 32 noches: la pequeña chinita se arrodillaba y adoraba durante una hora y después consumía una Hostia, recogiéndola con la lengua. La última noche, después de un largo rato de oración y de haber consumido la última Hostia, inadvertidamente la niña hizo un ruido que despertó al guardia quien, al verla, le propinó con el fusil un terrible culatazo en su cabeza a consecuencia del cual la niña falleció casi en el acto.
Cuando el futuro cardenal escuchó esta historia, por lo demás verídica, hizo el firme propósito de hacer diariamente al menos una hora de adoración ante Jesús presente en la Eucaristía. Esas largas horas habían sido la fuente de inspiración de sus conferencias que le habían hecho famoso y con las que hizo tanto bien a tantas almas. Todo, gracias al ejemplo lejano de esa pequeña niña china.
Nosotros tenemos a Jesús esperándonos en numerosos sagrarios de Valparaíso y Viña del Mar, ¡pero lo tenemos tan abandonado! ¿Qué tal si se anima a visitarlo algún rato durante esta semana? Estamos de vacaciones, tenemos tiempo. Además, usted no arriesga nada a diferencia de la niñita china. Por el contrario, se encontrará con Jesús que quiere desbordar en usted todo el amor de su Sacratísimo Corazón. Que Santa María, a la que saludamos desde este puerto como Stella Maris, nos alcance la gracia de centrar nuestra vida en la Eucaristía y hacer de la adoración eucarística la más importante de nuestras actividades cotidianas.

Fe y salud

La vocación del hombre a lo sobrenatural es una dimensión experimentada por él desde los principios de la civilización, constituyendo una tendencia de la que la historia ha dejado abundantes testimonios. Esta aspiración del hombre hacia lo que sobrepasa lo meramente natural constituye en él una dimensión que es esencial a su naturaleza, es decir, el hombre está hecho para tender naturalmente a lo sobrenatural, tendencia ésta que incluso ha sido puesta de relieve por la moderna psiquiatría. San Agustín se hace eco de ella cuando al comienzo de sus Confesiones escribe: “nos has hecho para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”.
Puesto que el hombre tiende naturalmente a lo sobrenatural no es de extrañar, entonces, que la vida y las prácticas religiosas tengan consecuencias positivas para la salud física y mental. Recientes estudios canadienses, por ejemplo, especifican que hasta un quinto de los fallecimientos que anualmente se registran en Canadá podrían atribuirse a un bajo nivel de vida espiritual. Se argumenta en dichos estudios que la dimensión interior de la espiritualidad otorga a las personas un sentido y una meta para sus vidas. Al sentirse conectados con un poder espiritual y al dejarse guiar por él, se reducen los niveles de tensión. Además, la paz interior que proviene de la práctica de una religión disminuye el deseo de comportamientos donde lo único que se busca es la satisfacción de los sentidos, como el alcohol, el tabaco y la promiscuidad sexual, que tanto dañan la salud. Asimismo, las personas que cultivan la dimensión espiritual de sus vidas suelen ser más caritativas, perdonan a los demás y desarrollan una vida social más rica.
Otras 42 investigaciones llevadas esta vez en Estados Unidos, sobre un conjunto de 126.000 personas, han venido a confirmar lo avanzado por los canadienses, añadiendo otros datos por cierto, más que interesantes: por ejemplo, que la asistencia regular a un templo de culto está relacionado a una vida más larga, porque la fe religiosa y la vida espiritual están conectadas con una mayor resistencia a las presiones de la vida, una orientación más positiva al nivel psicológico y menos preocupaciones mentales. Las personas que tienen una religiosidad pero no la practican viven un poco más; pero los beneficios son mucho más notables cuando hay asistencia regular a un templo. Mejor aún, los autores de los estudios notaron también que las mujeres se benefician más que los varones de la práctica religiosa, obteniendo casi el doble de beneficio en comparación con los varones. Incluso, uno de los estudios de la Universidad de Texas confirmó que la supervivencia a largo plazo después de intervenciones quirúrgicas del corazón depende de la religiosidad. Y otro estudio también norteamericano ha afirmado que las personas que, gracias a su vida religiosa, han logrado mayor armonía, un nivel de sentido en sus vidas y mayor control personal están en condiciones de controlar mejor su cáncer.
En fin, los ejemplos pueden multiplicarse. Pero ¿acaso es de extrañar que así ocurra? Obviamente que no, porque el hombre ha sido creado por Dios para volver a El. Nada más infernal, en consecuencia, que tratar de borrar a Dios, ya no sólo de la vida pública como algunos pretenden hacerlo hoy en nuestra patria, sino de la vida misma de las personas. Los regímenes totalitarios que así lo pretendieron en el siglo XX fracasaron en su empeño. Porque, como bien decía san Agustín, “nos hiciste para Ti, Señor, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti”.

Gracias Señor por tus misericordias

Si uno mira la vida de los santos, es decir, de esos hombres y mujeres que la Iglesia nos presenta como modelos, hay en todos ellos uña constante que les es común: una intensa vida de oración. Eso significa que si nuestros modelos rezaban, y rezaban mucho, nosotros también tenemos que rezar y rezar mucho.
Sin embargo, estamos acostumbrados a que nuestra oración sea una larga petición de cosas. A veces es difícil distinguir si estamos rezando o presentando a Dios un pliego de peticiones. La verdad es que eso no está mal, pues el mismo Jesús nos dejó dicho en el Evangelio que pidamos para que se nos dé, que busquemos para que podamos hallar y que llamemos para que El mismo nos abra (Mt 7, 7-8). Pero esas continuas oraciones de petición nos llevan con frecuencia a olvidar que hay otras oraciones, una de las cuales y de las más gratas a Dios, es la oración de agradecimiento. ¡Y tenemos tanto por qué agradecer a Dios! No sólo por tantas cosas buenas que nos suceden, sino también por aquellas que nos parecen menos buenas, pero que son la ocasión a través de las que Dios se nos hace el encontradizo y nos busca para que volvamos a re-encontrarnos con Él.
Visitando una vez un Carmelo en España, es decir, uno de esos monasterios de las carmelitas descalzas, de los mismos en los que entró nuestra santa Teresa de Los Andes, escuché a las carmelitas cantar una canción que era una bellísima oración de agradecimiento. Por supuesto que les pedí la letra y aquí se las doy para que usted también le dé gracias a Dios por tantas misericordias recibidas. No tema, no la voy a cantar. Dice así:

“Gracias Señor, por tus misericordias que me cercan en número mayor
que las arenas de los anchos mares
y que los rayos de la luz del sol.
Porque yo no existía y me creaste,
porque me amaste sin amarte yo,
porque antes de nacer me redimiste,
¡Gracias, Señor!
Porque bastaba para redimirme un suspiro
una lágrima de amor,
y me quisiste dar toda tu Sangre.
¡Gracias, Señor!
Porque me diste a tu Bendita Madre y te dejaste abrir el Corazón
para que en él hiciese yo mi nido.
¡Gracias, Señor!
Porque yo te dejé y Tú me buscaste
porque yo desprecié tu dulce voz
y tu no despreciaste mis miserias.
¡Gracias, Señor!
Porque arrojaste todos mis pecados en el profundo abismo de tu amor
y no te quedó de ellos ni el recuerdo...
¡Gracias, Señor!
Por todas estas cosas y por tantas
que sólo conocemos nada más Tú y yo
y no pueden decirse con palabras...
¡Gracias, Señor!
¿Qué te daré por tanto beneficios?
¿Cómo podré pagarte tanto amor?
Nada tengo, Señor, y nada puedo, mas quisiera desde hoy
que cada instante de mi pobre vida,
cada latido de mi corazón,
cada palabra,
cada pensamiento,
cada paso que doy
sea como un clamor que te repita
lleno de inmensa gratitud y amor
gracias, Señor, por tus misericordias
¡Gracias, gracias, Señor!”

La santidad de la vida cotidiana

Una de las afirmaciones contundentes hechas por el Concilio Vaticano II fue la de la vocación universal a la santidad. Es decir, la tarea de ser perfectos como nuestro Padre de los cielos es perfecto, no es sólo tarea de los curitas y de las monjitas, sino que es de todos los fieles, hombre, mujeres, ancianos, jóvenes y niños. Pero a la vista de los santos que tiene la Iglesia, nos parece que la tarea de la santidad es un trabajo enorme, inalcanzable. Cuando miramos, por ejemplo, a un padre Hurtado o a una Teresa de Calcuta, con la cantidad de cosas que dijeron e hicieron nos sentimos anonadados y caemos fácilmente en la tentación de pensar que la santidad es cosa de otros, que no soy lo suficientemente importante como para hacer cosas grandes que todos alaben, que mi vida es lo suficientemente oscura, cotidiana, sin nada extraordinario en ella como para que se piense siquiera en la posibilidad de mi santidad.
Sucumbimos, así, en la tentación de creer que la santidad son obras externas, sin detenernos a pensar que si los santos han podido hacer tantas cosas asombrosas, es porque todos ellos, sin ninguna excepción, han sido hombres y mujeres de profunda piedad y vida de oración. Es que para ser santos lo que se necesita es el contacto directo, personal con Dios; las obras, grandes o pequeñas, son una simple consecuencia de lo anterior. Por eso es que en la santidad no son propiamente las obras sorprendentes las que interesan sino la forma en que se ha vivido la vida cotidiana, porque, como decía Santa Teresa de Jesús, la gran santa española del siglo XVI, entre las ollas también anda Dios.
Hay una hermosa poesía escrita por otro español grande, José María Pemán, que se refiere a esto que estoy comentando. Trata de un frailecito cuyas tareas en el convento son las humildes tareas de la cocina. Todo su afán es tratar de agradar a Dios, pero cuando se compara con los otros frailes se ve tan insignificante que se siente incapaz de poder lograrlo, hasta que se da cuenta que las cosas aparentemente insignificantes que hacía eran la ocasión para ser grato a los ojos de Dios, porque eran precisamente esas cosas insignificantes las que Dios quería que hiciera y no otras. Y la santidad no es sino hacer en todo momento la voluntad de Dios. La poesía dice así:

“Era ya tarde y estaban las nubes
perfiladas de rayos de sol
cuando iba el buen lego, con su cantarillo
por la veredica, bendiciendo a Dios.
El misterio grave de la hora dorada,
lleno a agrio aroma de prados en flor,
se le entró en el alma, llenándola toda,
con su turbación...
Se sintió pequeño, como aquel polvillo
donde iba posando su planta... Y pensó:
¿Qué haré yo, granito de polvo en el mundo,
para ser grato a los ojos de Dios?
Fray Andrés azota su cuerpo
sin tenerle piedad. Fray Zenón
atruena el convento cantando maitines
con su hermosa voz.
Fray Tomás se para las horas inmóvil,
levantado en arrobos de amor,
y no advierte las tres campanadas
con que la campana llama a colación...
Al lado de aquellos excelsos varones,
¿qué hará el buen leguito para ser grato a Dios?
Y con santa envidia murmuran sus labios:
¡Fray Andrés! ¡Fray Tomás! ¡Fray Zenon!
Y sus ojos buscando respuesta
para aquellas dudas de su corazón,
se hunden en la tarde que muere, sangrando
los últimos rayos bermejos del sol.
Todo es paz y orden. Unos tordos vuelan
con pausados giros. Camina un pastor.
Gime una carreta. Corre un arroyuelo.
¡Todo deletrea como una oración!
¡La oración de las cosas sencillas
que obedecen humildes a Dios!
Y el buen lego descifra en su alma
la revelación
del arroyo, los prados, las flores,
las nubes, las hojas, las aves y el sol...
¡Todo cumple su fin mansamente!
¡Todo sigue un mandato de amor!
¡El llano lo mismo que el pico empinado,
que no está por eso más cerca de Dios!
Y el buen frailecito siente que en su alma
se le ha entrado un rayo, muy claro, de sol.
Y pronto, recuerda que es tarde, y ya es hora
de limpiar los platos de la colación.
Y apretando el paso, con simple alegría,
corre que te corre... ¿Qué más oración,
que el ir mansamente, por la veredica,
con el cantarillo, bendiciendo a Dios?”

A mi Dios y Padre bueno

En mi último viaje a España tuve la suerte de acompañar a un buen amigo al entierro de su padre. Tenía don Félix 101 años ya cumplidos. Había sido ingeniero, de esos que en la España de los años 20 llamaban ingenieros electro-mecánicos. Además de haber sido el tronco de una prolífica familia de 15 hijos, 43 nietos y no pocos bisnietos, era un cristiano de fe probada y poeta innato que volcó en poesías sus vivencias más íntimas. El día de su entierro, como es costumbre en España, repartieron un recuerdo que en este caso fue un díptico en el que, además de la foto de don Félix y de doña Gertrudis, su señora fallecida unos años antes, aparecía una de sus poesías que él escribiera en 1991, cuando estaba por cumplir los 90 años y que él llamo “A mi Dios y padre bueno”. Dice así:

“Tenía señor la mente oscurecida
por tu imagen de juez, justo y severo;
con fe te he mostrado mi deseo
de verla con tu luz esclarecida.
Durante muchos años de mi vida,
he acudido a Ti arrepentido
por temor al castigo merecido,
no por el Amor que de la Cruz pendía.
El sosiego del alma en la vejez
abrió mi corazón a tus palabras,
viendo con claridad al meditarlas
que tus juicios son de Padre no de juez.
Poco a poco se va difuminando
la imagen temerosa que tenía
al ir descubriendo día a día
cómo tu Hijo vivió perdonando.
Este cambio en mí de tu figura
de juez severo a Padre bueno,
me compromete construir el Reino
sirviéndote en toda criatura.
Servirte es compartir con los demás
sus carencias, sus dolores y sus penas,
ayudándoles a salir de ellas
con todos los ‘talentos’ que nos das.
Ya puedo decir con euforia:
no me mueve mi Dios para quererte
cuanto temía con la muerte,
me mueve tu gran Misericordia.
Señor: que el tardío reconocimiento
del amor que derramas a raudales,
para entrar en los goces celestiales
no sea para mí impedimento.
Próximo ya el fin de mi carrera,
me crece la gozosa esperanza
de compartir tu Divina Presencia
con los que amo y en Ti esperan.
Por eso Señor de Ti quisiera
si aquí la tarea es ya cumplida,
que no demores mucho mi salida
para ir a la Patria verdadera”.
Tendrían que pasar todavía algunas navidades antes de que el Señor se lo llevara. En la Navidad de 1995 escribía una corta poesía que era al mismo tiempo una oración:
“Que cuando llegue mi hora
tienda mis manos
confiadas hacia Ti,
mi Dios y padre bueno,
no llenas de méritos
y buenas obras,
como pretendía,
sino vacías, totalmente vacías,
para que mi pobreza
sea colmada con tu
amor y misericordia”.
Era don Félix un católico a toda prueba, de esos que todo, incluso lo más incomprensible, lo ven como viniendo de la mano providente de Dios. Su señora había muerto en octubre de 1986 justo un mes después de haber celebrado sus bodas de diamante, esto es, sesenta años de matrimonio. Por eso, en esa Navidad, la primera que pasaba solo, escribió una corta poesía, da tan sólo dos estrofas, su estado de ánimo no le permitía más:
“Sesenta años de un amor
fiel y constante vivido
dejan el corazón herido
cuando a uno llama el Señor.
La esperanza en la alegría,
de juntos volverse a amar
en la gloria con María,
le hacen a Dios suplicar
que en tanto llega ese día
alivie tal soledad”.
Sus hijos, sus nietos y sus bisnietos se encargaron de ello, y aprendieron de don Félix la alegría y la serenidad con que un cristiano ha de vivir sus últimos años, sobre todo cuando se tiene la conciencia de haberse esforzado por haber sido fiel a la misión que Dios ha encomendado, como esposos, como padres, como profesionales, como amigos.

El Demonio existe

En el pasado la simple evocación del demonio o del infierno era suficiente para originar, en un buen número de fieles, espanto, miedo y angustia. Hoy, por el contrario, cuando se habla del demonio por lo general uno se encuentra con incredulidad, ironía o indiferencia. Algunos, incluso, llegan a afirmar, con tono sarcástico, que se trata de historias medievales en las que un hombre de hoy no puede creer. De hecho, el hombre de nuestros días manifiesta una verdadera alergia a este tema y ha terminado por aceptar como explicación tranquilizante que el demonio es la suma de los males de la humanidad, es una personificación simbólica, es el inconsciente colectivo, etc.
Una cultura que se declara atea no puede creer en la existencia del demonio: sería trágico creer en su existencia cuando no se cree en la existencia de Dios. Lamentablemente, a la incredulidad de nuestro mundo laico y racionalista se agregan las dudas que muchos cristianos albergan de su propia fe, pues no es raro encontrar a católicos, incluso practicantes, que niegan la existencia de satanás o la realidad del infierno que, por cierto, no es un hoyo lleno de fuego con seres vestidos de rojo y malolientes que pinchan a los condenados con sus tridentes, sino que es la eterna privación de la visión de Dios.
Todo esto, sin embargo, no debe debilitar nuestra fe, porque tanto la Sagrada Escritura como la enseñanza de la Iglesia son claras y sin equívocos: satanás, ángel rebelde, existe y actúa en el mundo para perder a las almas. Con la tentación lleva al hombre al pecado, hasta que le vuelva la espalda a Dios; con su acción maléfica siembra el odio, la guerra, las divisiones con todos los sufrimientos que de ellos derivan. Más raramente el demonio se apodera de una persona para atormentarla, como sucede en los casos de posesión diabólica o de los maleficios, como películas recientes se han encargado de recordárnoslo.
Como dijo hace tiempo Baudelaire, la mayor astucia del demonio es persuadirnos que no existe. Esto es, precisamente, lo que el demonio desea, hacernos creer que no existe y así poder actuar libremente para desarrollar su obra maléfica. Para conseguir sus fines, el demonio quiere que el hombre no le ponga obstáculos: aquellos que no creen, que no rezan y que se alejan de los sacramentos le hacen un inmenso favor, porque satanás no puede contra las almas unidas a Cristo y a su Madre santa. El maligno le teme tanto a Dios como a los verdaderos cristianos que viven con fervor la fe. De ellos decía san Juan de la Cruz, que el demonio teme al hombre que reza como a Dios mismo.
Satanás utiliza diversos engaños para separar al hombre de Dios: las supersticiones, el espiritismo, la magia, las prácticas ocultas, el satanismo y las sectas en general, que constituyen otros tantos males utilizados para reforzar la acción devastadora del demonio. Las cifras hablan por sí solas: en un país que se supone tan culto como Italia, país europeo que forma parte del primer mundo, se estima que el número de quienes operan en el mundo del ocultismo sobrepasa las cien mil personas, y el de los que se dejan engañar por estos charlatanes supera los doce millones de personas. O sea, casi el equivalente a todos los habitantes de Chile. Si a ello agregamos la ignorancia religiosa, la desinformación de numerosos católicos e, incluso, la incredulidad de ciertos miembros del clero, podremos comprender que satanás tiene todavía muchos días felices por delante.
Pero no tenemos que desesperarnos, porque Cristo ha vencido al demonio y nos ha dejado las armas necesarias para que nosotros también lo venzamos: por de pronto, ser conscientes de su existencia y de su influjo maléfico en nuestras vidas, contra el cual hemos de oponer la oración cotidiana, especialmente el Santo Rosario, y la Eucaristía frecuente, no sólo dominical sino también durante la semana. Serán nuestro escudo protector.

Hermana Muerte

Vivimos en una sociedad donde se nos quiere hacer creer que las verdades no existen. Es el relativismo del que nos está poniendo en guardia el Papa Benedicto XVI desde el comienzo de su pontificado. Nada es verdad, nada es mentira, todo depende del cristal con que se mira. Y hasta el dos más dos son cuatro que aprendimos en el colegio hoy algunos lo ponen en duda. Hay, sin embargo, una verdad que se nos impone con una fuerza tal que nadie puede negarla: la muerte. Todos, absolutamente todos tendremos algún día, más tarde o más temprano, que enfrentarnos con ella. Es una verdad incontestable, pero que nos incomoda. La sociedad consumista y hedonista nos hace vivir de espaldas a esa realidad; o se la disfraza de mil maneras para no tener que pensar en ella o hacerla más llevadera. Si hasta existen maquilladores de cadáveres, para hacer que los muertos no parezcan muertos: es tan macabro como ridículo.
Sin embargo san Francisco de Asís la llamaba hermana muerte, porque nos abre las puertas del cielo y nos permite el encuentro cara a cara con Dios y eso, para siempre, para siempre, para siempre.
Y usted, señora, y usted, señor, que me escucha, ¿cómo se está preparando para ese momento que, más tarde o más temprano, le va a llegar tal como me va a llegar a mí? La pregunta sin duda es incómoda, pero le voy a ayudar a su respuesta haciéndole un test. Un día un joven llamado Luis Gonzaga, que moriría joven y después sería canonizado, jugaba con un grupo de amigos y de repente a uno de ellos se le ocurrió preguntar ¿qué harían ustedes si les dijeran que en dos horas más se van a morir? Uno a uno de los jóvenes fue respondiendo la inesperada pregunta y todos coincidieron en que partirían corriendo a una iglesia a buscar un confesor de manera que la muerte los encontrara confesados y en oración. Hasta que le llegó el turno al joven san Luis Gonzaga quien, para sorpresa de sus amigos, contestó que se quedaría en el mismo patio, haciendo lo mismo que estaba haciendo en esos momentos, esto es, jugar, porque la voluntad de Dios para con él en esos momentos era que jugara y como sólo quería cumplir la voluntad de Dios, era claro que lo que tenía que hacer era seguir haciendo lo mismo que Dios quería que hiciera en ese momento, o sea, seguir jugando. Ese joven sí que estaba preparado para enfrentarse con la muerte que, por lo demás, se le presentó muy poco después.
Y usted ¿qué haría si le dicen que en dos horas más se ha de enfrentar cara a cara con Dios? ¿Quiénes de esos jóvenes lo representan? ¿El joven Gonzaga? ¿O quizá sus compañeros? Acuérdese que el mismo Señor nos ha prevenido a que estemos preparados porque no sabemos ni el día ni la hora y la televisión no está dando ejemplos a diario.
Una manera estupenda de estar “al agüaite”, como dicen en nuestro campo, es la confesión frecuente, ojalá cada dos semanas aunque no haya pecados graves que confesar y, por supuesto, antes de las dos semanas si hay pecado grave. ¿Qué tal si este año empezamos a practicar la confesión frecuente y hacemos de esta práctica una práctica cotidiana? El único favorecido va a ser usted. No se olvide que no sabemos ni el día ni la hora y de que estemos preparados va a depender nuestra salvación o nuestra condenación para siempre, para siempre, para siempre.

Notre Dame de París

Desde la ventana de mi habitación donde escribo este editorial veo la majestuosa fachada de la iglesia de Notre Dame de París un verdadero cántico pétreo de lo mejor del genio y del arte humano a la Madre de Dios, Nuestra Señora, iglesia que otro genio, esta vez de la literatura, Víctor Hugo, hizo famosa a través de un inolvidable jorobado. La iglesia de Notre Dame es la iglesia catedral de París y, por lo mismo, la sede de su arzobispo. Mientras contemplo ese hermoso monumento a la Virgen, no puedo dejar de pensar en quien fuera durante largos años cardenal arzobispo de París, fallecido hace algunos meses, Jean Marie Lustiger, cuyos libros han sido para mí de mucho provecho espiritual e intelectual.
El que llegaría a ser cardenal de París, es decir, un hombre de mucha importancia en la Iglesia, fue de raza y religión judía, si bien nacido en Francia y, por lo mismo, de nacionalidad francesa. Fue en la universidad, cuando ya había pasado los veinte años, cuando se produjo su proceso de conversión y la responsable del inicio de ese proceso de conversión fue una viejecita. Acompañaba un día el joven Jean Marie a un amigo católico que tenía que pasar a hablar con el párroco de una iglesia parisina. El trámite era breve y como el amigo católico sabía que el joven Lustiger era judío, le sugirió que lo esperara fuera del templo donde se encontrarían en breve al término de la gestión. El joven judío, sin embargo, no le hizo caso a su amigo católico y, por curiosidad, porque era la primera vez que lo hacía, entró al templo. En la medida que avanzaba llamó su atención la única persona que había, una viejecita, que rezaba de rodillas frente al sagrario. Lo hacía con tal devoción que el joven judío quedó impactado: allí había algo que jamás había visto en la sinagoga, en el silencio de esa iglesia esa vieja dama estaba en diálogo con alguien; no había allí un monólogo, sino un diálogo silencioso de ella con alguien que, aunque el joven no veía, intuía que estaba allí presente. A la salida de ese templo, la vida del joven Lustiger había cambiado para siempre y la viejecita jamás pudo siquiera imaginarse las consecuencias de ese sencillo acto de pasar a hacer una visita al Santísimo y su breve rato de oración. Porque ese fue el punto de partida de la conversión del joven judío que con el tiempo se hizo sacerdote y, como era hombre de gran cultura, fue nombrado capellán del Instituto Católico de París, la universidad católica parisina. Y de allí el Papa Juan Pablo II, en una decisión que él mismo contó que había rezado mucho y que significó una osadía, lo hizo arzobispo de París y príncipe de la Iglesia.
No siempre somos conscientes de los efectos que pueden tener nuestros actos, a veces los más insignificantes y rutinarios. Es una reflexión que podemos hacer al filo de esta historia. Pero hay otra que me parece más interesante: ¿visitamos con frecuencia a Jesús en el Sagrario? Y cuando lo hacemos, ¿cómo hacemos nuestra oración? ¿Es ella tan íntima e intensa como la de esa ancianita parisina? Si alguien que no comparte nuestra fe entrara y nos viera rezar ¿recibiría el mismo impacto que el joven Lustiger? A veces nuestra oración no pasa de ser una rutina, una repetición de frases sabidas de memoria que no nos entusiasma a nosotros mismos y menos a los demás. Orar es entrar en diálogo con Dios, conversar con Él, como lo hacía aquella viejecita parisina que seguramente vio muchas veces las mismas piedras de Notre Dame de París que ahora miro yo.

La silla

Muchas veces habrá escuchado que la oración es el alimento del alma. El problema es que, aun cuando entendemos que esto es así, no es fácil llevarlo a la práctica porque no siempre es fácil orar, especialmente cuando no hemos tenido la suerte de haber contado con alguien que nos orientase y nos guiase. Pero, orar no es otra cosa que ponernos en contacto con Jesús, y para ello es suficiente la intención de hacerlo e ingeniarnos para ponerlo en práctica. Si no, escuche lo que le voy a contar.
La hija de un hombre ya anciano le pidió al párroco que fuera a su casa a hacer una oración para su padre que estaba muy enfermo. Cuando el buen párroco pasó a la habitación en que se encontraba este anciano, lo encontró en su cama, con la cabeza alzada por un par de almohadas. Al lado de la cama había una silla desocupada, por lo que el sacerdote pensó que el hombre sabía que él iría a verlo. Se sorprendió, sin embargo, cuando el anciano le dijo que no sabía quien era porque no esperaba a nadie. “Soy el sacerdote, le dijo, y vine porque su hija me llamó para que orase con usted; cuando entré y vi la silla vacía al lado de su cama supuse que usted sabía que yo vendría a visitarle”. “Ah, sí, la silla, dijo el anciano, ¿le importaría cerrar la puerta?”
El sacerdote, un poco sorprendido, cerró la puerta y el anciano le dijo: “lo que le voy a contar no se lo he dicho nunca a nadie, pero toda mi vida la he pasado sin saber cómo orar. Cuando he estado en la Iglesia he escuchado siempre al respecto de la oración, cómo se debe orar y los beneficios que trae, pero siempre esto de las oraciones me entraba por un oído y me salía por el otro. De todos modos no tenía idea de cómo hacerlo. Entonces, hace mucho tiempo abandoné por completo la oración. Esto fue así hasta hace unos cuatro años, cuando, conversando con mi mejor amigo me dijo: ‘José, esto de la oración es simplemente tener una conversación con Jesús; así es como te sugiero que lo hagas: te sientas en una silla y colocas otra silla vacía enfrente tuyo, luego con fe miras a Jesús sentado delante de ti. No es algo alocado el hacerlo pues el mismo Jesús nos dijo que estaría con nosotros hasta el fin del mundo. Por lo tanto, le hablas y lo escuchas de la misma manera como lo estás haciendo conmigo ahora.
Y lo hice una vez y me gustó y lo he seguido haciendo unas dos horas diarias desde entonces. Siempre tengo mucho cuidado que no me vaya a ver mi hija, pues me internaría de inmediato en el manicomio”.
El sacerdote sintió una gran emoción al escuchar esto y le dijo a don José que lo que estaba haciendo no sólo era muy bueno, sino que era muy bueno que lo siguiera haciendo. Luego hizo una oración con él, le extendió una bendición y se fue a su parroquia.
Dos días después la hija de don José llamó al sacerdote para decirle que su padre había fallecido. El párroco le preguntó si había fallecido en paz, a lo que la hija respondió: “cuando salí de la casa a eso de las dos de la tarde me llamó y fui a verlo a su cama. Me dijo que me quería mucho y me dio un beso. Cuando regresé de hacer unas compras una hora más tarde ya lo encontré muerto. Pero hay algo extraño al respecto de su muerte, pues aparentemente justo antes de morir se acercó a la silla que estaba al lado de su cama y recostó su cabeza en ella, pues así lo encontré. ¿Qué cree usted que puede significar eso?” El buen párroco, profundamente estremecido, se secó una lágrima de emoción y respondió: “ojalá que todos nos pudiéramos ir de esa manera”.
Rezar es conversar con Jesús, junto a un sagrario o mirando una silla aparentemente vacía. Lo que importa es que tengamos el deseo de comunicarnos con Él y pongamos los medios para que ello ocurra. El resto, déjeselo a Él.

La importancia de la oración

Ya estamos acercándonos a las fiestas patrias y después de ellas el año 2006 se nos irá como agua entre los dedos. El suspiro generalizado que se escucha por todos lados es lo rápido que se ha pasado el año y, en general, lo rápido que se pasan los años. A decir verdad, vivimos en un frenesí de ocupaciones en las que muchas veces nos vemos inmersos sin casi darnos cuenta, al punto que, más que vivir nosotros la vida, parece que la vida nos vive a nosotros.
Este frenesí resulta extenuante psicológicamente, de donde el aumento del denominado stress que afecta con razón o sin ella a tantos conocidos. Pero entraña, además, un riesgo grave para la vida espiritual, pues, como lo reconocía hace algunos días el Papa Benedicto XVI, el frenesí de las ocupaciones termina por llevar a la dureza del corazón. Lo decía, evocando la magnifica figura de san Bernardo de Claraval, cronológicamente el último de los padres de la Iglesia, considerado por algunos el hombre más importante de la Europa del siglo XII. De hecho, participó en todos los acontecimientos importantes de la Iglesia de su tiempo, como protagonista y no como simple espectador, pero como era un monje y un contemplativo, tenía claro que la primacía había que darla a la oración, al punto que no dudó en escribirle al Papa de la época palabras tan fuertes como “mira adonde te pueden arrastrar estas malditas ocupaciones, si sigues perdiéndote en ellas... sin dejarte nada de ti para ti mismo”. Y le añadía: “es necesario prestar atención a los peligros de una actividad excesiva, independientemente de la condición y el oficio que se desempeña, pues las numerosas ocupaciones llevan con frecuencia a la dureza del corazón”.
Esta admonición que san Bernardo dirigía al Papa de su tiempo es plenamente válida para nuestros días, en el que nuestras actividades cotidianas nos tienen inmersos en un auténtico frenesí. Y esto que es válido para quienes vivimos inmersos en la vida laical cotidiana, vale también para los consagrados y quienes desempeñan labores de gobierno en la Iglesia. La admonición del santo es válida para todo tipo de ocupaciones. Y ella supone dar primacía a la vida de oración por sobre la vida de acción. No se trata, sin embargo, de abandonar el mundo y despreocuparse de las obligaciones cotidianas; se trata, por el contrario, de seguir en el mundo, pero caminando bajo la luz y la fuerza que proporciona la oración, porque el frenesí activista no es sino sufrimiento para el espíritu, pérdida de la inteligencia, dispersión de la gracia. Sólo así podremos ser el fermento en la masa que nos pide Cristo que seamos y que tanto necesita el mundo.
Cuando ya se avizora en el horizonte el término del año, momento es de hacer un breve paréntesis en medio del frenesí de nuestras propias actividades, para examinar cuál es el lugar que ocupa en nuestra vida la oración. ¿Es realmente una actividad primaria en nuestra vida, o es tan sólo la repetición mecánica de fórmulas sabidas de memoria que, incluso, nos dan la sensación de estar perdiendo el tiempo? Si es lo primero, dele gracias a Dios. Si lo segundo, preocúpese por su corazón, se le puede endurecer.

Crónica de un exorcismo

El mayor triunfo que ha tenido el demonio en el mundo moderno es haber conseguido hacer creer que no existe, de manera que muchos son los que piensan que el diablo es una parte vergonzosa de la doctrina y viven prescindiendo de él. Pero, aunque no nos guste, el demonio existe y es poderoso. Y tanto, que la Iglesia tiene sacerdotes especialmente preparados para actuar cuando es preciso expulsarlo de personas que han sido poseídas por él: son los exorcistas los que, aunque sea difícil aceptarlo, tienen bastante más trabajo del que nos podemos imaginar. Hace algunos meses salió en un diario español, de gran tirada en el país y con frecuencia anticlerical, un reportaje de un exorcismo practicado por un sacerdote expresamente autorizado para ello a una joven de 20 años que estaba poseída por el demonio. Los dos periodistas que hicieron el reportaje y que asistieron al exorcismo estaban seguros que iban a asistir a un montaje, pero la experiencia de tres horas que tuvieron junto al sacerdote los convenció que de montaje, en lo que habían visto, no había nada. Voy a leerle algunos pasajes de su reportaje.
“El exorcista extiende su mano derecha -escribe el periodista- y la impone sobre el rostro de la joven, sin tocarla. Luego cierra los ojos, agacha la cabeza y susurra varias veces una plegaria ininteligible. Un alarido desgarrador, el primero, rompe el silencio de la capilla, penetra en mi alma y me pone la carne de gallina”. “No es humano -agrega el periodista-. Es un chillido sobrecogedor y profundo el que sale de la garganta de la muchacha. Pero no puede ser ella. No es su tono de voz. Es ronco y masculino. El padre sigue rezando y los rugidos se suceden. Poco a poco, el cuerpo de la joven se estremece vivamente. Su cabeza se mueve de un lado a otro con lentitud al principio, con inusitada rapidez después. Ante la salmodia del exorcista, la joven gime y se retuerce sin parar. Al instante, el gemido se convierte en rugido desgarrador, altísimo, furioso”. Cuando el exorcista colocó el crucifijo sobre el cuerpo de la joven mientras la rociaba con agua bendita, la joven empezó a patalear con tanta furia que el crucifijo se cayó; y cuando le acercaron el rosario lo arrojó lejos, con furia. “Parece tranquilizarse un poco -sigue el periodista-, pero inmediatamente vuelve a rugir. No hay un momento de respiro. El padre acaba de invocar a San Jorge y, al oírlo, la joven grita, bufa, pone los ojos totalmente en blanco, arquea el cuerpo y se levanta toda entera un palmo sobre la colchoneta”, levitando sobre el suelo. “No doy crédito -agrega el periodista- mi mente gira a toda velocidad. Estamos en el clímax de un ritual que, hasta ahora, no encajaba en mis esquemas”.
Los gritos se detuvieron en seco cuando el sacerdote salió de la capilla. “Mi compañero y yo nos quedamos solos con la endemoniada. Unos segundos que se hacen eternos. Nos hemos quedado pegados al banco, sin respiración. De pronto se vuelve hacia nosotros, abre los ojos (que ha mantenido en blanco durante tres horas) y nos lanza una mirada que no olvidaré mientras viva. Sus ojos son de otro mundo. Nunca vi algo así en mi vida. Al instante, la mirada vuelve a ser la de la jovencita, que nos sonríe, se levanta con tranquilidad y se sienta en el banco... se pone los aros y nos vuelve a sonreír... ¿Te duele la garganta? No. Y su voz es tan suave como cuando llegó. Nadie diría que por esa misma garganta salieron aullidos durante tres horas”.
Cuando se publicó esta crónica, el diario escribió un editorial diciendo que cada uno era libre de buscar la explicación que desease a los hechos descritos. Para un cristiano la explicación es una sola: el demonio existe y actúa en el mundo. Pero hay un antídoto que es infalible y que está al alcance de todos; se compone de tan sólo tres elementos: oración, vida de sacramentos, especialmente la Eucaristía, y penitencia.

Promesas del Sagrado Corazón

Estamos en el mes de junio, el corazón del año y también el mes dedicado al Sagrado Corazón de Jesús, cuya fiesta vamos a celebrar el próximo viernes 1 de julio. Se trata de una devoción que es expresión del amor sin medida que el Corazón de Cristo tiene por los hombres, los que, a pesar de los continuos desprecios que le dirigen, siguen siendo su predilección. Si bien esta devoción ya es centenaria, no ha perdido un ápice de su actualidad, más aún, es de una actualidad asombrosa y urgente, particularmente por las promesas que Jesús ha hecho a quienes se dirijan a El con particular afecto y devoción. Basta con repasar dichas promesas para que nos demos cuenta de su actualidad: “Les daré todas las gracias necesarias en su estado”. En una época histórica en que el catolicismo es asaltado por todos lados, desde afuera y desde adentro, no es fácil permanecer en la brecha. Es cosa de ver las estadísticas que nos vienen de los países llamados a sí mismos civilizados: en 2010 un número record de fieles dejó la Iglesia en Austria, casi 88.000 fieles, que se suman a los miles que ya lo habían hecho en los años anteriores. ¡Cuánta necesidad tenemos de esas gracias! Porque también ha prometido a quienes se dirijan a él con devoción que “Las almas tibias se harán fervorosas” y “Las almas fervorosas se alzarán rápidamente a la más alta perfección ’. ¡Cuánta necesidad tenemos hoy de estas gracias!
Daré paz a las familias”, es otra de las promesas que tiene más actualidad que nunca en nuestra patria, ahora que, ya vigente el divorcio, el número de estos se está disparando, promesa que hay que unir a esta otra: “Bendeciré las casas y sitios en el que la imagen de mi corazón sea venerada. Y más aún, “Derramaré abundantes bendiciones sobre todo lo que emprendan, o sea, en el trabajo, en los estudios y en todo aquello que, cualquiera sea nuestro estado de vida, tengamos que emprender.
“Les consolaré en todas sus penas” y “Seré su refugio seguro durante la vida y sobre todo a la hora de la muerte ’. Y es aquí donde se sitúa la gran promesa del Corazón del Señor; estas son sus palabras: “Yo te prometo, en la excesiva misericordia de mi corazón, que mi amor todopoderoso concederá a cuantos comulguen nueve primeros viernes de mes seguidos, la gracia de la penitencia final; que no morirán en mi desgracia ni sin recibir los sacramentos, al menos los que les sean necesarios para recuperar la gracia perdida, sirviéndoles mi corazón de asilo seguro en aquella hora postrera. Este año, la fiesta del Sagrado Corazón cae en el primer día del mes de julio que, precisamente, es día viernes. Una ocasión preciosa para que inicie este novenario de meses, a efectos de que usted se vea, cuando le llegue la hora que a todos en algún momento nos llegará, favorecido por esta gran promesa que no sólo lo llenará de consuelo, sino que le abrirá las puertas del paraíso.
Reposan en Valparaíso, en la cripta de la iglesia de los Padres Franceses, los restos de un gran apóstol del Sagrado Corazón, el padre Mateo Crawley. Fue durante muchos años del siglo pasado un misionero incansable de su devoción, para lo cual recibió el apoyo expreso de los Papas que le animaron repetidamente a seguir difundiendo esta devoción, conscientes los Papas de la actualidad y de la necesidad de la misma para la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles. Resulta consolador pensar que el nombre de ese gran misionero está escrito en el Corazón de Cristo, porque si sus promesas todavía fueran pocas, también prometió que “Las personas que propaguen esta devoción tendrán escrito su nombre en mi Corazón y no será borrado jamás\ ¿Quiere usted que su nombre también esté escrito allí? No tiene más que decidirse a seguir de cerca a este Corazón, pues, con su propia vida, se convertirá en su misionero.

Adoración


La oración es el alimento del alma. Lo hemos escuchado muchas veces y seguiremos escuchándolo con frecuencia. Pero parece que nos hacemos poco eco de estas palabras porque quizá no rezamos todo lo que necesitamos o nos convenga. Se puede orar de diversas maneras y así es posible distinguir diversos modos de oración y estoy cierto que usted practica varios de ellos. Una de esas modalidades de oración, sin embargo, no parece la más popular, es la oración de adoración.



La adoración es la oración por excelencia, pues es dar a Dios lo que le corresponde por el hecho de ser lo que es. Se le adora precisamente por ser Dios. Y Dios es el único a quien dirigimos la oración de adoración, es la única que dirigimos a Dios por ser Él. A nadie más que a Él adoramos. A la Virgen y a los santos los reverenciamos y los tenemos por intercesores y nos podemos dirigir a ellos de mil maneras, pero nunca podremos dirigirles a ellos la oración de adoración, porque la adoración es privativa de Dios Padre, de Dios Hijo y de Dios Espíritu Santo. Por supuesto que nada impide que, junto a la adoración, dirijamos peticiones a Dios. Él mismo nos ha instado a ello y, con más frecuencia de lo conveniente, es ésta oración de petición la que más acude a nuestro corazón y a nuestros labios.



El problema es, y usted se estará preguntando, en qué consiste la adoración, cómo puedo hacer yo una oración de adoración. La verdad es que resulta bastante más fácil de lo que puede imaginarse. Por de pronto, se adora de palabra, diciéndole a Dios que le adoramos, con esas mismas palabras, que nos presentamos ante Él para adorarlo, y le pedimos que reciba nuestro pequeño acto de adoración que es, al mismo tiempo, un pequeño acto de amor.



Pero, además, usted y yo sabemos que no se ora sólo de palabras, sino también se ora con el cuerpo. Y según sea la posición que adopta nuestro cuerpo es lo que queremos decir a Dios. Y la postura por excelencia de la adoración es la posición de rodillas. Aunque no digamos nada con nuestros labios, el postrarnos de rodillas delante de un Sagrario ya es una oración de adoración. Adoramos con nuestro cuerpo y, mejor aún, si lo hacemos con nuestro cuerpo y nuestros labios. Cada vez que va a una Iglesia y se postra delante de un Sagrario, ya está diciéndole a Dios que lo está adorando. Y cada vez que en la Eucaristía el sacerdote eleva la hostia y el cáliz consagrados y usted se pone de rodillas, ya está adorándole con su cuerpo, reconociendo su divinidad. Precisamente el sacerdote eleva la hostia consagrada y el cáliz con la sangre de Jesús para que le adoremos. Por eso que da tanta lástima el ver que en esos momentos solemnes y sublimes, haya personas que se quedan de pie, a veces con excusas tan tontas como no querer ensuciar el pantalón o marcar las rodillas. Y no sólo están perdiendo ellos la posibilidad de adorar, sino que están impidiendo que otros puedan mirar y adorar la hostia y el cáliz que ocultan a nuestra vista el cuerpo y la sangre de Cristo. Ya sé que hay personas que por edad o enfermedad no pueden arrodillarse, pero ellas, para no impedir a los otros fieles que puedan mirar y adorar bien podrían quedarse sentadas al borde del banco.



Ya son numerosas las iglesias que están dedicando momentos de la semana a la adoración de Jesús Eucaristía. Trate de ir con frecuencia y empiece a practicar la oración de adoración, con las palabras, con el cuerpo y sobre todo, con el corazón. Y cuando el día domingo el sacerdote eleve la hostia y el cáliz repítale a Jesús con su cuerpo, de rodillas, y con sus palabras que adora su santísimo cuerpo y su santísima sangre ocultos bajo la figura del pan y del vino.