Hay realidades que nos cuesta mucho conceptualizar aun cuando sean realidades del todo cotidianas a nosotros y a veces vivenciadas muy íntimamente. Una de ellas es el amor. Si yo le pregunto qué es el amor es probable que tenga que pensarlo un poco y me responda que es un sentimiento. Que en el amor hay algo de sentimiento es indudable, pero que el amor es un sentimiento es una cosa muy diversa. En su primera encíclica el Papa Benedicto XVI nos ha dicho que el sentimiento es quizá el chispazo inicial del amor, pero el amor no es un sentimiento. Y menos mal que no lo es, porque el sentimiento es de lo más cambiante en el hombre y en la mujer. ¿Qué es, entonces, el amor?
Es posible distinguir un amor que algunos denominan el amor respuesta: yo te quiero “porque” tú me quieres, entonces, como tú me quieres yo respondo a tu cariño, queriéndote. Como tú me agradas porque eres bonita yo respondo a este sentimiento de agrado que causas en mí, queriéndote. Como tú me agradas porque cocinas rico, yo respondo a este sentimiento de agrado que causas en mí, queriéndote. Mi amor, así, es respuesta a lo bien que “yo” me siento a tu lado, al bien que me haces “a mí”. Es el cariño de los niños que, en la etapa inicial de crecimiento en que se encuentran, quieren a aquellos que les hacen bien. Si usted les regalo caramelos estarán rodeándole, pero si su vecino les regala helados con chocolate es probable que se olviden de usted y se vayan con su vecino. El amor respuesta corresponde a una etapa inicial del amor que se queda en el puro sentimiento, en las puras sensaciones agradables. Pero ¿qué pasa si las sensaciones agradables se van? ¿Qué pasa si la persona tan hermosa otrora ha envejecido o engordado y ya no me atrae? ¿Qué pasa si las recetas tan ricas que cocinaba ya no las puede hacer porque ha quedado inválida? Si mi amor era una pura respuesta a las sensaciones agradables que la otra persona causaba en mí, lo lógico es que si esas sensaciones agradables desaparecen yo simplemente la deje de lado porque ya no me sirve. Terrible, pero lógico. Parece entonces que el amor no puede quedarse estancado allí, como simple respuesta a las sensaciones agradables si queremos crecer en nuestra capacidad de amar.
La etapa siguiente es lo que algunos denominan el amor iniciativa o, dicho en palabras más elegantes, el ágape. Mi amor ya no es respuesta a nada, sino que nace de mí porque yo así lo decido: yo te quiero porque yo quiero quererte, independiente de lo bien que me pueda sentir a tu lado. La iniciativa del amor parte de mí y con un soberano acto de voluntad yo decido quererte. Yo te quiero porque yo quiero quererte, porque yo decido quererte. El amor así deja de ser un simple sentimiento para convertirse en un acto de voluntad. Ya no importa lo que suceda con el otro, porque, a pesar de todo, como yo he decidido quererlo, lo seguiré queriendo. Aquí sí que estamos en presencia de un amor maduro, de un amor que hace que el amante se pueda sacrificar por la persona amada, de un amor que está lejos del simple sentimiento.
Por eso que cuando uno escucha que una pareja se ha separado porque a uno de ellos “se le acabó el amor” habría que preguntarse si realmente había allí un amor maduro o simplemente se trataba de puro infantilismo. Lo que allí ha habido ha sido sólo amor respuesta, amor de niños, que dura lo que duran las sensaciones agradables, por lo que, cuando llega el momento de las dificultades y las pruebas, desaparece rápidamente. Y esto vale no sólo para el amor de esposos, sino también para el amor de padres a hijos, para el amor entre hermanos, para el cariño que ha de haber en las relaciones de amistad. Y usted ¿con cuál de estos dos amores se identifica?