Existe en la ciudad de Roma un monumento dedicado ala Inmaculada Concepción, que fue inaugurado por el Papa Pío IX (1846-1878), el mismo que, siendo joven sacerdote estuvo en Valparaíso en los albores de nuestra vida independiente, inauguración que tuvo lugar el 8 de diciembre de 1854 con ocasión de la proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción que el mismo Pontífice había hecho poco antes. Pío XII (1939-1948) inauguró la costumbre de acudir a los pies del mismo los días 8 de diciembre a rendir público homenaje a la Virgen, tradición que ha seguido hasta nuestros días. Es igualmente costumbre que durante dicha visita, el Papa dirija una breve reflexión. El año pasado de 2009, el Papa Benedicto dirigió a los romanos una reflexión que bien podría haber sido dirigida a los porteños y por eso la traigo a colación.
Decía el Papa que “cada día los periódicos, la televisión y la radio nos cuentan el mal, lo repiten, lo amplifican, acostumbrándonos a las cosas más horribles, haciéndonos insensibles y, de alguna manera, intoxicándonos, porque lo negativo no se elimina del todo y se acumula día a día. El corazón se endurece y los pensamientos se hacen sombríos. Por esto la ciudad necesita a María que con su presencia nos habla de Dios, nos recuerda la victoria de la gracia sobre el pecado, y nos lleva a esperar incluso en las situaciones humanamente más difíciles”. Continuaba el Papa que “con frecuencia nos quejamos de la contaminación del aire, que en algunos lugares de la ciudad es irrespirable. Es verdad: se requiere el compromiso de todos para hacer que la ciudad esté más limpia. Sin embargo, hay otra contaminación, menos fácil de percibir con los sentidos, pero igualmente peligrosa. Es la contaminación del espíritu; es la que hace nuestros rostros menos sonrientes, más sombríos, la que nos lleva a no saludarnos unos a otros, a no mirarnos a la cara... La ciudad está hecha de rostros, pero lamentablemente las dinámicas colectivas pueden hacernos perder la percepción de su profundidad. Vemos sólo la superficie de todo. Las personas se convierten en cuerpos, y estos cuerpos pierden su alma, se convierten en cosas, en objeto sin rostro, intercambiables y consumibles”.
Con todo, hay quienes “en silencio, no con palabras sino con hechos, se esfuerzan por practicar esta ley evangélica del amor, que hace avanzar el mundo. Son numerosos, también aquí en [Valparaíso], y raramente son noticia. Hombres y mujeres de todas las edades, que han entendido que de nada sirve condenar, quejarse o recriminar, sino que vale más responder al mal con el bien. Esto cambia las cosas; o, mejor, cambia a las personas y, por consiguiente, mejora la sociedad”. “María Inmaculada nos ayuda a redescubrir y defender la profundidad de las personas... a mirarlos con misericordia, con amor, con ternura infinita, especialmente a los más solos, despreciados y explotados. Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”.
La Virgen María está íntimamente vinculada a nuestro puerto, con su imagen en el mismo escudo de la ciudad. Que ella nos enseñe a abrirnos a la acción de Dios, para mirar a los demás como Él los mira.