Gotas de amor

En el año 1968, el entonces joven profesor de teología Joseph Ratzinger tuvo una intervención en la radio que ha sido re­cientemente publicada en castellano. Desde los conflictivos años sesenta reflexionaba sobre cómo se presentaría la Iglesia en el año 2000, sin siquiera poder imaginar que sería él quien tendría la in­mensa tarea de conducir la barca de Pedro por las agitadas aguas del comienzo del tercer milenio. Con la claridad que le carac­teriza, describía con 30 años de antelación un futuro que no es muy diverso del que nosotros somos ahora testigos privilegiados. Decía en esos lejanos años el actual Pontífice que “Parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas”. Al final, sin embargo, no permanecería la Iglesia del culto político, ni la de las grandes palabras que por esos años profetizaban una Iglesia sin Dios y sin fe, realidades tan superfluas como, por lo mismo, transitorias. Tampoco el futuro vendría “de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes sólo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres humanos que perciben más que las frases que son precisamente modernas. Por quienes pueden ver más que los otros, porque su vida abarca espacios más amplios”.

Serán, pues, una vez más los santos los que salven la Iglesia, pero cuando el joven teólogo se refería a ellos no pensaba sólo en los grandes fundadores o reformadores que abruman cuando uno lee sus vidas, sino también en los hombres y mujeres sencillos que, empapados del amor de Cristo, que beben de continuo en la oración y en los sacramentos, lo derraman a manos llenas a quienes Dios ha puesto en sus vidas, sin más pretensión que la de hacer la voluntad de Dios.

Una hermosa historia que me ha enviado un amigo quizá me ayude a ilustrar lo que digo: había un incendio en un gran bosque; el incendio formaba llamaradas impresionantes, de una altura extraordinaria. Una pequeña ave, muy pequeñita, fue al lago, mojó sus alas y regresó sobre el gran incendio y las empezó a agitar para apagarlo; y así, una y otra vez volvía sin desanimar­se. Los ángeles que la observaban, sorprendidos la mandaron a llamar y le dijeron: ¿por qué haces esto?, ¿acaso crees que con esas gotitas de agua podrás apagar un incendio de tales dimensiones? Y el ave humildemente contestó: “el bosque me ha dado tanto. Yo nací en él, este bosque me ha enseñado la naturaleza. Este bosque me ha dado todo mi ser. Este bosque es mi origen y mi hogar y me voy a morir lanzando gotitas de amor, aunque no lo pueda apagar”. Nuestra vida llena de dolores y de desilusiones es el gran incendio; los ataques que con fiereza sufre la Iglesia son el incendio que la trata de destruir; pero gracias a Dios están las pequeñas gotitas de cada acto de amor que con fe y esperanza hacemos para mejorarla. Millones de gotas de amor forman un océano. Serán ellas, las suyas y las mías, derramadas con paciencia y perseverancia, alimentadas incesantemente en la Palabra de Dios, en los sacramentos y en la penitencia, las que harán que la Iglesia pueda seguir navegando en el mar tempestuoso de los inicios de este tercer milenio, entre las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios.