Iglesia católica y ciencia

Si yo le preguntara, amable auditor, cuál ha sido el influjo de la Iglesia católica a la cultura occidental es muy proba­ble que mencione el arte, la arquitectura o la música. Y tiene razón, porque cómo no pensar no los cuadros del Greco, o en las espléndidas catedrales góticas, como Notre Dame de Paris; o en las bellísimas cantatas de Bach. Sin embargo, es probable que no mencione la ciencia, porque en torno a este tema se ha ido urdiendo todo un tejido de mentiras, medias verdades y silencios que tendenciosamente han tratado de olvidar una de las páginas más brillantes de la Iglesia, como es su aporte a la ciencia.

¿Sabía usted que 35 cráteres de la luna llevan el nombre de científicos y matemáticos jesuitas? Claro que no lo sabía, porque la contribución de la Iglesia a la astronomía es prácticamente desconocida no sólo por el chileno medio, sino incluso por el chileno que se dice culto. Pero resulta que la Iglesia católica ha proporcionado más ayuda financiera y apoyo social al estudio de la astronomía durante los siglos que van desde la Edad Media hasta la Ilustración, que ninguna otras institución y probablemente más que el resto en su conjunto.

La mayoría de los historiadores de la ciencia han concluido en estos últimos 50 años que la revolución científica se produjo gracias a la Iglesia católica. Ha escuchado bien, la revolución científica se produjo gracias a la Iglesia católica. La aportación católica a la ciencia fue tanto en la esfera de las ideas como en el de los experimentos prácticos toda vez que muchos científicos en ejercicio eran al mismo tiempo sacerdotes. El sacerdote Nicholas Steno es comúnmente considerado el padre de la geología, mientras que otro sacerdote, Athanasius Kircher, es considerado el padre de la egiptología. La primera persona que midió el índice de aceleración de un cuerpo en caída libre fue otro sacerdote, Giambattista Riccioli. Y a Roger Boscovich, otro sacerdote, se le suele atribuir el descubrimiento de la moderna teoría atómica; nuevamente ha escuchado bien, de la moderna teoría atómica. Los jesuitas llegaron a dominar el estudio de los terremotos a tal punto que la sismología se dio en llamar la “ciencia jesuita”.

¿Fue simple coincidencia que la ciencia moderna se desarro­llase en un medio ampliamente católico, o había algo en el cato­licismo que favoreció el éxito de la ciencia? El Libro de la Sabi­duría nos dice que Dios “ordenó todas las cosas por su medida, su número y su peso” (Sab 11, 21). El orden de la naturaleza es evidente a nuestro alrededor: el ciclo regular de las estaciones, el curso inquebrantable de los astros, el movimiento de las fuerzas de la naturaleza de acuerdo con unas pautas fijas, son la obra de un Ser sumamente racional que ha dotado a su obra de orden y de finalidad, son la obra ordenada de Dios. Es por lo que al despuntar de la ciencia moderna los cristianos se dedicaron con ahínco a comprender el universo ordenado creado por Dios.

El tema parece tan obvio que parece que no merece ser mencionado. Pero la idea de un universo racional y ordenado, idea indispensable para el progreso de la ciencia, ha sido desconocida por muchas civilizaciones, como la árabe, la china, la egipcia, la griega, la hindú, la maya. No fue, pues, accidental que la ciencia, como campo de actividad intelectual destinado a perpetuarse, naciera en un contexto católico. Y digo católico, porque el pro­testantismo, con su afán de lectura literal de la Biblia, se cerró igualmente a la ciencia. Fueron más brutales con Galileo que la propia Iglesia. Así, lejos de obstaculizar el progreso de la ciencia, las ideas cristianas han contribuido a hacerla posible. Bueno es saber estas cosas porque la ciencia debe a la Iglesia católica mu­cho más de lo que la mayoría de la gente, incluidos nosotros los católicos, tendemos a pensar.