Se venden cachorros

Hoy sólo le voy a contar una pequeña anécdota para que usted piense. A veces los niños nos dan grandes lecciones, pero rio siempre estamos abiertos a comprenderlas y asumirlas. Si quisiéramos ponerle un título podría ser algo así como “todos los hombres somos igualmente dignos a pesar de nuestras limi­taciones físicas”.

Un vendedor estaba poniendo en la puerta de su tienda un letrero que decía: “se venden cachorros”. Era un cartel muy atrac­tivo, sobre todo para los niños, a quienes les gustan tanto los animales. No pasó mucho tiempo y un niño se colocó debajo del letrero y, después de leerlo, entró ilusionado a la tienda, y le preguntó al vendedor ¿cuánto valen los cachorros? El vendedor le respondió un tanto despreocupadamente que los había de varios precios, entre 10 y 30 mil pesos. El niño metió la mano en su bolsillo y sacó unos billetes arrugados y unas monedas mientras le decía “tengo $ 2.800 ¿puedo verlos?”

El vendedor sonrió y pensó en decirle al niño que se fuera, pero como no había clientes en la tienda y no tenía nada mejor que hacer, se lo pensó mejor y silbó y del fondo de la tienda salió corriendo una preciosa perra blanca seguida de cinco pequeños cachorro, uno de los cuales se estaba retrasando considerable­mente. Venía el último y parecía que le costaba andar. El niño inmediatamente distinguió al cachorro rezagado: era cojo. In­teresado le preguntó al vendedor qué le pasaba al perrito, y el vendedor le contó que el veterinario le había dicho que tenía un defecto en la pata y cojearía durante toda su vida. Al oír aquello el niño se entusiasmó: ese era el cachorro que quería comprar.

El vendedor, un tanto asombrado, le dijo que si era ese el perrito que le gustaba, se lo regalaba, ante lo que el niño se enojó mucho. Miró al señor a los ojos y replicó: “No quiero que me lo regale. Ese perrito vale lo mismo que los demás y voy a pagárselo enterito. Si a usted le parece bien, ahora le doy $ 2.800 y luego $ 500 cada semana, hasta que termine de pagarlo. No puedo darle más porque es el dinero que me dan mis padres”.

El vendedor intentó convencer al niño: “Pero ¿no te das cuen­ta de cómo es ese perrito? ¿No has pensado bien que nunca va a poder correr, saltar y jugar contigo, como los otros cachorros? Pero el niño, que estaba muy seguro de lo que quería era precisa­mente ese cachorrito cojo, insistió en su ofrecimiento y el vende­dor finalmente se la aceptó. Total, así se deshacía de ese cachorro que, con seguridad, nadie se lo iba a comprar. El vendedor tomó el cachorro cojo y se lo entregó al niño. Este dio media vuelta feliz con el cachorrito cojo entre sus brazos y empezó a caminar hacia la puerta. Fue sólo entonces cuando el vendedor, atónito, se dio cuenta que el niño cojeaba visiblemente, pues tenía una pier­na retorcida que era sostenida por un duro aparato ortopédico.

¿Quién mejor que él para comprender que su cachorrito cojo era tan digno como los demás que no lo eran y que, a pesar de su cojera, el cachorrito lo iba a hacer inmensamente feliz? En nues­tra vida cotidiana nosotros nos encontramos, con frecuencia, con cachorritos cojos, hermanos nuestros que sufren en el cuerpo o en el alma, y que, por lo mismo, son minusvalorados por no pocos. Y usted ¿en quién se ve retratado, en el vendedor o en el niño que quiso comprar su cachorrito cojo?