Beatificación de Juan Pablo II

En los últimos días la Iglesia entera ha tenido un inmenso gozo, pues el 1 de mayo pasado el Papa Benedicto beatificó a Juan Pablo II en una ceremonia plena de significados. A decir verdad, ha sido un acontecimiento histórico en la Iglesia, tanto por el hecho mismo de su beatificación, como por el hecho de que hay que remontarse al corazón de la Edad Media para en­contrar ejemplos similares, pues en los últimos diez siglos ningún Papa ha elevado al honor de los altares a su inmediato predecesor. En 1085 murió Gregorio VII cuya santidad fue reconocida muy poco después. Pero de eso hace casi mil años. Y en 1313 fue canonizado Pietro del Morrone quien había gobernado la Iglesia con el nombre de Celestino V (1294), canonización que se llevó a cabo menos de veinte años después de su muerte, pero no la hizo su inmediato sucesor, sino que su tercer sucesor.

Ha habido otros Papas más modernos que han subido a los altares, el último de los cuales en ser canonizado fue san Pío X que gobernó la Iglesia entre 1903 y 1914, al filo de la primera Guerra Mundial. El mismo Juan Pablo II beatificó a Pío IX (1846-1878), el Papa que más largo tiempo ha gobernado la Iglesia, en la segunda mitad del siglo XIX, y a Juan XXIII (1958- 1963), el Papa bueno, del que quizá usted se acuerde si tiene los mismos años que yo. Pero que un inmediato sucesor eleve a los altares a su inmediato antecesor es un hecho histórico de primera magnitud en la bimilenaria historia de la Iglesia.

Para que una persona sea elevada al honor de los altares se requiere un proceso previo que puede ser de larga duración, y que sólo puede iniciarse después de haber transcurrido al menos cinco años de su muerte. En el caso de Juan Pablo II, dicho plazo no se esperó, pues el Papa Benedicto, por una norma especial, autorizó a que dicho proceso se iniciase antes de los cinco años, haciéndose eco de un clamor popular que se hizo patente desde los mismos días de sus funerales, cuando la gente pedía que se le hiciese santo pronto. También, para que una persona sea elevada a los altares se requiere, al menos, de un milagro en el caso de las beatificaciones: el milagro de Juan Pablo II fue la curación inexplicable científicamente de una religiosa que padecía parkinson, la misma enfermedad que acompañó a Juan Pablo II en los últimos años de su vida.

Guardaré para siempre en mi memoria la ocasión en que conocí personalmente a Juan Pablo II. Fue en una audiencia pri­vada que concedió al Pontificio Comité de Ciencias Históricas, organismo vaticano en el que él mismo me había nombrado. Fuimos presentados uno a uno y a mí me correspondió ser el tercero en ser presentado. Cuando el presidente del Pontificio Comité, el actual cardenal alemán Walter Brandmüller, me pre­sentó, haciendo presente al Papa que yo era profesor de la Ponti­ficia Universidad Católica de Valparaíso, en Chile, el Papa, con cierta admiración, exclamó dos veces ¡Chile! ¡Chile! Fueron las únicas dos palabras que pronunció en toda la audiencia. Era el año 2002 y el Papa ya estaba bastante deteriorado en su salud. El hermoso discurso que había preparado nos fue entregado por escrito a cada uno.

Así, pues, desde el 1 de mayo la Iglesia tiene un nuevo y poderoso intercesor, el beato Papa Juan Pablo II. Un Papa cercano a nosotros los chilenos, a quien podemos pedir que nos auxilie, a nosotros los chilenos como nación, y a cada uno de nosotros en particular. ¡Que el beato Juan Pablo II interceda por Chile y por cada uno de los chilenos!