Juan Pablo II y el mendigo


Parece difícil que pueda hacerse una semblanza de una persona sólo con anécdotas. Sin embargo, de Juan Pablo II parece que sí es posible, porque hablaba el lenguaje universal de los gestos. En una época en que el sacramento de la penitencia ha estado tan devaluado, ¿cómo no recordar ese Jueves Santo en que bajó a la Basílica de San Pedro, cubierto con una capa negra y, para sorpresa de los fieles que se encontraban en ese momento en ella, entró en un confesionario y empezó a confesar? Ese sencillo gesto, de cura de pueblo, valió más que toda una encíclica para mostrar a los fieles la importancia de acudir a la confesión, ojalá con frecuencia.

Los sacerdotes fueron también una preocupación permanente de su pontificado. Fue él quien estableció el Jueves Santo de cada año como una jornada dedicada especialmente a ellos, conmemorando el establecimiento del sacerdocio por Cristo en la últi­ma Cena. No es de extrañar, en consecuencia, una anécdota poco conocida del Papa que se contó en un programa de televisión de la Madre Angélica, en Estados Unidos. Refleja su preocupación y amor por los sacerdotes, pero también lo retrata a él.

Un sacerdote norteamericano de la diócesis de Nueva York estaba en Roma por razones de su ministerio y entró a una de las tantas iglesias romanas a rezar un rato. Cuando iba entrando se encontró con un mendigo que pedía limosna; grande fue su sorpresa cuando, después de mirarlo un momento, se dio cuenta que lo conocía. ¡Era un compañero del seminario, que se había ordenado sacerdote el mismo día que él, y que ahora pedía limos­nas en las calles de Roma! El sacerdote se acercó, se identificó y saludó al mendigo, quien le contó en pocas palabras cómo había perdido la fe y su vocación. El sacerdote norteamericano quedó profundamente estremecido.

Al día siguiente, este sacerdote estaba invitado a participar en la Misa privada que el Papa Juan Pablo II celebraba todos los días en la mañana. El Papa, después de la acción de gracias, solía encontrarse con quienes habían asistido a la Misa, y platicaba con ellos unos breves momentos. Al llegar al sacerdote norteameri­cano, éste sintió el impulso de arrodillarse ante el Santo Padre y le pidió que rezara por su antiguo compañero de seminario, y le describió brevemente la situación.

Un día después, el sacerdote norteamericano recibió una invitación del Vaticano, y, al abrirla, con estupor vio que se le invitaba a cenar con el Papa y se le pedía que llevara consigo al mendigo de la parroquia. No le fue fácil vencer la resistencia del mendigo que se negaba a aceptar la invitación pero, al final, logró convencerlo. Le proporcionó al mendigo ropa y la oportunidad de asearse en el lugar donde el sacerdote se hospedaba y fueron a la cena. Una vez que hubieron cenado los tres, el Papa le pidió al sacerdote estadounidense que lo dejara solo con el mendigo, y cuando estuvieron solos el Papa le pidió al mendigo que lo escuchara en confesión. Éste, impresionado, respondió que ya no era sacerdote, a lo que el Papa le respondió que “una vez que se es sacerdote, se es sacerdote para siempre”. El mendigo insistió en que estaba fuera de sus facultades de presbítero, a lo que el Papa le replicó diciéndole que él era el Obispo de Roma y que, por lo mismo, se encargaba de eso. Vencida toda resistencia, el mendigo escuchó la confesión del Papa y después el Papa escuchó la suya. Una vez terminada la confesión, largo fue el llanto del mendigo. Al final, Juan Pablo II le preguntó en qué parroquia había estado mendigando y lo designó sacerdote asistente del párroco de la misma parroquia, y encargado de la atención a los mendigos.

Los sacerdotes son humanos y también sufren tentación. ¿Cuántas veces a la semana reza usted por su párroco?