Juan XXIII el Papa que marcó la historia de la Iglesia

El 28 de octubre de 1958, o sea, hace casi exactamente cincuenta años, los cardenales reunidos en cónclave para ele­gir al sucesor de Pío XII, elevaron al trono de Pedro al cardenal patriarca de Venecia, Angelo Giuseppe Roncalli, que tomó el nombre de Juan XXIII. En su vida siempre deseó ser un simple cura de pueblo, pero toda su vida fue una permanente docilidad a la Divina Providencia que se encargó de llevarlo por caminos insospechados, nunca buscados por él, pero que siempre aceptó con decidida voluntad, incluso cuando Dios lo alzó al supremo pontificado. Desde allí cambió el rumbo de la historia de la Igle­sia contemporánea al convocar el Concilio Vaticano II.

Su vida está plagada de anécdotas, producto de su carácter campechano, natural hasta el extremo, expresivo de una alegría de vivir que le brotaba desde lo hondo de su corazón y que no era sino la expresión de su íntima y permanente unión con Dios que hizo de él un hombre santo. He aquí un par de esas anécdotas inagotables del Papa que ha pasado a la historia como el Papa bueno o el Papa de la paz.

En sus paseos por los jardines del Vaticano, se encontró un día con uno de los empleados de la bodega, que tenía por misión ordenar las botellas por su antigüedad. Al ver al Papa no tuvo otra ocurrencia que invitarle con medio vasito de un vino escogi­do con cuidado. El Papa Juan, que procedía de familia de viñado­res, hizo el ceremonial previo muy lentamente, antes de catarlo; lo miró al trasluz para admirar su transparencia, olió el aroma, apretó la copa para percibir su tibieza y, finalmente, probó un sorbo del vasito que le ofrecía el empleado. Nada más probarlo hizo este encendido elogio del vino ofrecido: “Mira Enrique, no des este vino a ningún sacerdote que se acerque por aquí. ¿Sabes por qué? Porque los padrecitos se lo llevarían a sus misas y alguno estaría dispuesto a celebrar hasta cuatro o cinco misas al día”.

El Papa Urbano III había dispuesto en 1623 que el Papa co­miese solo, disposición que se cumplió hasta los tiempos de Pío XII. Juan XXIII, sin embargo, fue incapaz de aguantar aquella soledad, pues le parecía estar como un seminarista castigado, y empezó a tener invitados a comer con él. Cierto día, dos electri­cistas arreglaban unos cables, justamente debajo de la ventana del Papa a varias decenas de metros sobre el suelo. Los dos hombres temían molestarle con sus martillazos, pero, como se acercaba la hora de almorzar tuvieron que seguir dando de golpes. Estaban en eso cuando apareció la figura del Papa en la ventana. Los dos trabajadores temieron lo peor y se aprontaron a recibir un buen reto por el ruido que estaban haciendo. Pero, para su sorpresa, el Papa, sonriendo, los preguntó si ya habían comido. Como le respondieran que todavía no lo hacían, les dijo que esperaran un momento. De inmediato el Papa pidió que pusieran dos cubiertos más en su mesa porque tenía invitados. Y para evitar que los dos asombrados trabajadores tuvieran problemas con la guardia, los hizo entrar por la ventana y, lo que nunca hubiesen siquiera imaginado, se sentaron a almorzar con el Papa. Cuando termina­ron, Juan XXIII les dijo que si salían por la puerta era probable que tuvieran problemas con la guardia, de manera que los invitó a salir de su departamento por la misma vía por la que habían entrado, por la ventana, situada, por cierto, a varias decenas de metros sobre el suelo.

Anécdotas deliciosas de un hombre de Dios que, a pesar de haberse encumbrado a lo más alto entre los hombres, nunca perdió la sencillez del simple cura de pueblo que siempre quiso ser. Juan Pablo II lo beatificó el año jubilar del 2000. Desde entonces es un poderoso intercesor nuestro ante la Trinidad Santa.