Lima, la capital del Perú, es conocida históricamente como la Ciudad de los Reyes en honor de los tres Reyes Magos, por haber sido fundada un seis de enero, fiesta de la Epifanía del Señor, llamada también entre nosotros la Pascua de los Negros. He estado en Lima unos días y, como siempre lo hago cuando la visito, fui a rezar un rato ante la tumba de san Martín de Porres, el popular Fray Escoba.
Vivió cuando América dependía aún de España y Lima era la capital del virreinato. Su padre era un hidalgo español y su madre una mujer de color con la que nunca se casó. Desde pequeño, Martín entró en el convento de los padres dominicos de Lima y allí vivió hasta su muerte.
Es de los santos que más milagros hizo en vida. Nunca salió de Lima, sin embargo, un día que un marino español visitaba al padre superior del convento divisó a fray Martín, por lo que le pidió al prior que lo llamara porque quería agradecerle las atenciones que había tenido con él cuando el marino había estado preso y enfermo en Filipinas. Imposible, dijo el superior, porque fray Martín jamás ha salido de Lima. Aunque el marino insistió, el superior no le hizo caso, pero otras experiencias que fue recibiendo en el mismo sentido, le obligaron a aceptar que fray
Martín tenía el don de la bilocación, o sea, la posibilidad de estar en dos lugares al mismo tiempo, haciendo el bien.
Como san Francisco de Asís, tenía también el don de que los animales le entendiesen. Una inmensa plaga de ratones invadió el convento originando los estragos propios que causan estos bichos. Tantas eran las molestias que fray Martín decidió poner término al problema y, hablando a las ratas, les prometió que si salían del convento, él se encargaría de llevarles alimento al final del patio todos los días: maravillados cuentan los que la vieron, larga una procesión de ratas saliendo ordenadamente del convento. Nunca más volvieron a entrar, pero todos los días fray Martín, fiel a su palabra, les llevaba el alimento que necesitaban.
Tantos fueron los milagros que el superior se vio en la necesidad de tener que prohibirle, bajo santa obediencia, hacer nuevos milagros. Pero un día, caminando por una de las calles de Lima, cedió un andamio donde trabajaban unos obreros y uno de ellos cayó al vacío. ¿Qué hacer? Tenía prohibido bajo santa obediencia hacer milagros, pero, por otra parte, el pobre hombre venía cayendo y estaba a punto de estrellarse contra el suelo. Entonces, el santo fraile dejó suspendido en el aire al atónito obrero, mientras corría ante el superior a pedir permiso para hacer el milagro. El superior, lógicamente, no pudo sino autorizarlo, pues el milagro, al menos, ya había empezado a realizarse.
En la bellísima sinfonía que componen los miles de santos en la Iglesia no hay ninguno que sea igual a otro. Todos hacen gala de una primorosa originalidad. Pero todos, sin excepción, tienen en común una intensa vida de oración ante Jesús presente en la Eucaristía, una intensa vida de sacramentos y una intensa vida de penitencia, además de una heroica solidaridad con los más necesitados. Lo verdaderamente grande en la vida de ese mulato no fueron tanto sus milagros, casi novelescos, sino su intensa vida interior. Cuentan que tal era el fervor con el que comulgaba que su cuerpo se ponía luminoso cuando hacía su larga acción de gracias.
Que san Martín de Porres nos alcance la gracia de una profunda vida interior para prolongar su santidad en los albores de este tercer milenio. San Martín de Porres, ruega por nosotros.