A mi Dios y Padre bueno

En mi último viaje a España tuve la suerte de acompañar a un buen amigo al entierro de su padre. Tenía don Félix 101 años ya cumplidos. Había sido ingeniero, de esos que en la España de los años 20 llamaban ingenieros electro-mecánicos. Además de haber sido el tronco de una prolífica familia de 15 hijos, 43 nietos y no pocos bisnietos, era un cristiano de fe probada y poeta innato que volcó en poesías sus vivencias más íntimas. El día de su entierro, como es costumbre en España, repartieron un recuerdo que en este caso fue un díptico en el que, además de la foto de don Félix y de doña Gertrudis, su señora fallecida unos años antes, aparecía una de sus poesías que él escribiera en 1991, cuando estaba por cumplir los 90 años y que él llamo “A mi Dios y padre bueno”. Dice así:

“Tenía señor la mente oscurecida
por tu imagen de juez, justo y severo;
con fe te he mostrado mi deseo
de verla con tu luz esclarecida.
Durante muchos años de mi vida,
he acudido a Ti arrepentido
por temor al castigo merecido,
no por el Amor que de la Cruz pendía.
El sosiego del alma en la vejez
abrió mi corazón a tus palabras,
viendo con claridad al meditarlas
que tus juicios son de Padre no de juez.
Poco a poco se va difuminando
la imagen temerosa que tenía
al ir descubriendo día a día
cómo tu Hijo vivió perdonando.
Este cambio en mí de tu figura
de juez severo a Padre bueno,
me compromete construir el Reino
sirviéndote en toda criatura.
Servirte es compartir con los demás
sus carencias, sus dolores y sus penas,
ayudándoles a salir de ellas
con todos los ‘talentos’ que nos das.
Ya puedo decir con euforia:
no me mueve mi Dios para quererte
cuanto temía con la muerte,
me mueve tu gran Misericordia.
Señor: que el tardío reconocimiento
del amor que derramas a raudales,
para entrar en los goces celestiales
no sea para mí impedimento.
Próximo ya el fin de mi carrera,
me crece la gozosa esperanza
de compartir tu Divina Presencia
con los que amo y en Ti esperan.
Por eso Señor de Ti quisiera
si aquí la tarea es ya cumplida,
que no demores mucho mi salida
para ir a la Patria verdadera”.
Tendrían que pasar todavía algunas navidades antes de que el Señor se lo llevara. En la Navidad de 1995 escribía una corta poesía que era al mismo tiempo una oración:
“Que cuando llegue mi hora
tienda mis manos
confiadas hacia Ti,
mi Dios y padre bueno,
no llenas de méritos
y buenas obras,
como pretendía,
sino vacías, totalmente vacías,
para que mi pobreza
sea colmada con tu
amor y misericordia”.
Era don Félix un católico a toda prueba, de esos que todo, incluso lo más incomprensible, lo ven como viniendo de la mano providente de Dios. Su señora había muerto en octubre de 1986 justo un mes después de haber celebrado sus bodas de diamante, esto es, sesenta años de matrimonio. Por eso, en esa Navidad, la primera que pasaba solo, escribió una corta poesía, da tan sólo dos estrofas, su estado de ánimo no le permitía más:
“Sesenta años de un amor
fiel y constante vivido
dejan el corazón herido
cuando a uno llama el Señor.
La esperanza en la alegría,
de juntos volverse a amar
en la gloria con María,
le hacen a Dios suplicar
que en tanto llega ese día
alivie tal soledad”.
Sus hijos, sus nietos y sus bisnietos se encargaron de ello, y aprendieron de don Félix la alegría y la serenidad con que un cristiano ha de vivir sus últimos años, sobre todo cuando se tiene la conciencia de haberse esforzado por haber sido fiel a la misión que Dios ha encomendado, como esposos, como padres, como profesionales, como amigos.