En el pasado la simple evocación del demonio o del infierno era suficiente para originar, en un buen número de fieles, espanto, miedo y angustia. Hoy, por el contrario, cuando se habla del demonio por lo general uno se encuentra con incredulidad, ironía o indiferencia. Algunos, incluso, llegan a afirmar, con tono sarcástico, que se trata de historias medievales en las que un hombre de hoy no puede creer. De hecho, el hombre de nuestros días manifiesta una verdadera alergia a este tema y ha terminado por aceptar como explicación tranquilizante que el demonio es la suma de los males de la humanidad, es una personificación simbólica, es el inconsciente colectivo, etc.
Una cultura que se declara atea no puede creer en la existencia del demonio: sería trágico creer en su existencia cuando no se cree en la existencia de Dios. Lamentablemente, a la incredulidad de nuestro mundo laico y racionalista se agregan las dudas que muchos cristianos albergan de su propia fe, pues no es raro encontrar a católicos, incluso practicantes, que niegan la existencia de satanás o la realidad del infierno que, por cierto, no es un hoyo lleno de fuego con seres vestidos de rojo y malolientes que pinchan a los condenados con sus tridentes, sino que es la eterna privación de la visión de Dios.
Todo esto, sin embargo, no debe debilitar nuestra fe, porque tanto la Sagrada Escritura como la enseñanza de la Iglesia son claras y sin equívocos: satanás, ángel rebelde, existe y actúa en el mundo para perder a las almas. Con la tentación lleva al hombre al pecado, hasta que le vuelva la espalda a Dios; con su acción maléfica siembra el odio, la guerra, las divisiones con todos los sufrimientos que de ellos derivan. Más raramente el demonio se apodera de una persona para atormentarla, como sucede en los casos de posesión diabólica o de los maleficios, como películas recientes se han encargado de recordárnoslo.
Como dijo hace tiempo Baudelaire, la mayor astucia del demonio es persuadirnos que no existe. Esto es, precisamente, lo que el demonio desea, hacernos creer que no existe y así poder actuar libremente para desarrollar su obra maléfica. Para conseguir sus fines, el demonio quiere que el hombre no le ponga obstáculos: aquellos que no creen, que no rezan y que se alejan de los sacramentos le hacen un inmenso favor, porque satanás no puede contra las almas unidas a Cristo y a su Madre santa. El maligno le teme tanto a Dios como a los verdaderos cristianos que viven con fervor la fe. De ellos decía san Juan de la Cruz, que el demonio teme al hombre que reza como a Dios mismo.
Satanás utiliza diversos engaños para separar al hombre de Dios: las supersticiones, el espiritismo, la magia, las prácticas ocultas, el satanismo y las sectas en general, que constituyen otros tantos males utilizados para reforzar la acción devastadora del demonio. Las cifras hablan por sí solas: en un país que se supone tan culto como Italia, país europeo que forma parte del primer mundo, se estima que el número de quienes operan en el mundo del ocultismo sobrepasa las cien mil personas, y el de los que se dejan engañar por estos charlatanes supera los doce millones de personas. O sea, casi el equivalente a todos los habitantes de Chile. Si a ello agregamos la ignorancia religiosa, la desinformación de numerosos católicos e, incluso, la incredulidad de ciertos miembros del clero, podremos comprender que satanás tiene todavía muchos días felices por delante.
Pero no tenemos que desesperarnos, porque Cristo ha vencido al demonio y nos ha dejado las armas necesarias para que nosotros también lo venzamos: por de pronto, ser conscientes de su existencia y de su influjo maléfico en nuestras vidas, contra el cual hemos de oponer la oración cotidiana, especialmente el Santo Rosario, y la Eucaristía frecuente, no sólo dominical sino también durante la semana. Serán nuestro escudo protector.