La santidad de la vida cotidiana

Una de las afirmaciones contundentes hechas por el Concilio Vaticano II fue la de la vocación universal a la santidad. Es decir, la tarea de ser perfectos como nuestro Padre de los cielos es perfecto, no es sólo tarea de los curitas y de las monjitas, sino que es de todos los fieles, hombre, mujeres, ancianos, jóvenes y niños. Pero a la vista de los santos que tiene la Iglesia, nos parece que la tarea de la santidad es un trabajo enorme, inalcanzable. Cuando miramos, por ejemplo, a un padre Hurtado o a una Teresa de Calcuta, con la cantidad de cosas que dijeron e hicieron nos sentimos anonadados y caemos fácilmente en la tentación de pensar que la santidad es cosa de otros, que no soy lo suficientemente importante como para hacer cosas grandes que todos alaben, que mi vida es lo suficientemente oscura, cotidiana, sin nada extraordinario en ella como para que se piense siquiera en la posibilidad de mi santidad.
Sucumbimos, así, en la tentación de creer que la santidad son obras externas, sin detenernos a pensar que si los santos han podido hacer tantas cosas asombrosas, es porque todos ellos, sin ninguna excepción, han sido hombres y mujeres de profunda piedad y vida de oración. Es que para ser santos lo que se necesita es el contacto directo, personal con Dios; las obras, grandes o pequeñas, son una simple consecuencia de lo anterior. Por eso es que en la santidad no son propiamente las obras sorprendentes las que interesan sino la forma en que se ha vivido la vida cotidiana, porque, como decía Santa Teresa de Jesús, la gran santa española del siglo XVI, entre las ollas también anda Dios.
Hay una hermosa poesía escrita por otro español grande, José María Pemán, que se refiere a esto que estoy comentando. Trata de un frailecito cuyas tareas en el convento son las humildes tareas de la cocina. Todo su afán es tratar de agradar a Dios, pero cuando se compara con los otros frailes se ve tan insignificante que se siente incapaz de poder lograrlo, hasta que se da cuenta que las cosas aparentemente insignificantes que hacía eran la ocasión para ser grato a los ojos de Dios, porque eran precisamente esas cosas insignificantes las que Dios quería que hiciera y no otras. Y la santidad no es sino hacer en todo momento la voluntad de Dios. La poesía dice así:

“Era ya tarde y estaban las nubes
perfiladas de rayos de sol
cuando iba el buen lego, con su cantarillo
por la veredica, bendiciendo a Dios.
El misterio grave de la hora dorada,
lleno a agrio aroma de prados en flor,
se le entró en el alma, llenándola toda,
con su turbación...
Se sintió pequeño, como aquel polvillo
donde iba posando su planta... Y pensó:
¿Qué haré yo, granito de polvo en el mundo,
para ser grato a los ojos de Dios?
Fray Andrés azota su cuerpo
sin tenerle piedad. Fray Zenón
atruena el convento cantando maitines
con su hermosa voz.
Fray Tomás se para las horas inmóvil,
levantado en arrobos de amor,
y no advierte las tres campanadas
con que la campana llama a colación...
Al lado de aquellos excelsos varones,
¿qué hará el buen leguito para ser grato a Dios?
Y con santa envidia murmuran sus labios:
¡Fray Andrés! ¡Fray Tomás! ¡Fray Zenon!
Y sus ojos buscando respuesta
para aquellas dudas de su corazón,
se hunden en la tarde que muere, sangrando
los últimos rayos bermejos del sol.
Todo es paz y orden. Unos tordos vuelan
con pausados giros. Camina un pastor.
Gime una carreta. Corre un arroyuelo.
¡Todo deletrea como una oración!
¡La oración de las cosas sencillas
que obedecen humildes a Dios!
Y el buen lego descifra en su alma
la revelación
del arroyo, los prados, las flores,
las nubes, las hojas, las aves y el sol...
¡Todo cumple su fin mansamente!
¡Todo sigue un mandato de amor!
¡El llano lo mismo que el pico empinado,
que no está por eso más cerca de Dios!
Y el buen frailecito siente que en su alma
se le ha entrado un rayo, muy claro, de sol.
Y pronto, recuerda que es tarde, y ya es hora
de limpiar los platos de la colación.
Y apretando el paso, con simple alegría,
corre que te corre... ¿Qué más oración,
que el ir mansamente, por la veredica,
con el cantarillo, bendiciendo a Dios?”