Ya estamos acercándonos a las fiestas patrias y después de ellas el año 2006 se nos irá como agua entre los dedos. El suspiro generalizado que se escucha por todos lados es lo rápido que se ha pasado el año y, en general, lo rápido que se pasan los años. A decir verdad, vivimos en un frenesí de ocupaciones en las que muchas veces nos vemos inmersos sin casi darnos cuenta, al punto que, más que vivir nosotros la vida, parece que la vida nos vive a nosotros.
Este frenesí resulta extenuante psicológicamente, de donde el aumento del denominado stress que afecta con razón o sin ella a tantos conocidos. Pero entraña, además, un riesgo grave para la vida espiritual, pues, como lo reconocía hace algunos días el Papa Benedicto XVI, el frenesí de las ocupaciones termina por llevar a la dureza del corazón. Lo decía, evocando la magnifica figura de san Bernardo de Claraval, cronológicamente el último de los padres de la Iglesia, considerado por algunos el hombre más importante de la Europa del siglo XII. De hecho, participó en todos los acontecimientos importantes de la Iglesia de su tiempo, como protagonista y no como simple espectador, pero como era un monje y un contemplativo, tenía claro que la primacía había que darla a la oración, al punto que no dudó en escribirle al Papa de la época palabras tan fuertes como “mira adonde te pueden arrastrar estas malditas ocupaciones, si sigues perdiéndote en ellas... sin dejarte nada de ti para ti mismo”. Y le añadía: “es necesario prestar atención a los peligros de una actividad excesiva, independientemente de la condición y el oficio que se desempeña, pues las numerosas ocupaciones llevan con frecuencia a la dureza del corazón”.
Esta admonición que san Bernardo dirigía al Papa de su tiempo es plenamente válida para nuestros días, en el que nuestras actividades cotidianas nos tienen inmersos en un auténtico frenesí. Y esto que es válido para quienes vivimos inmersos en la vida laical cotidiana, vale también para los consagrados y quienes desempeñan labores de gobierno en la Iglesia. La admonición del santo es válida para todo tipo de ocupaciones. Y ella supone dar primacía a la vida de oración por sobre la vida de acción. No se trata, sin embargo, de abandonar el mundo y despreocuparse de las obligaciones cotidianas; se trata, por el contrario, de seguir en el mundo, pero caminando bajo la luz y la fuerza que proporciona la oración, porque el frenesí activista no es sino sufrimiento para el espíritu, pérdida de la inteligencia, dispersión de la gracia. Sólo así podremos ser el fermento en la masa que nos pide Cristo que seamos y que tanto necesita el mundo.
Cuando ya se avizora en el horizonte el término del año, momento es de hacer un breve paréntesis en medio del frenesí de nuestras propias actividades, para examinar cuál es el lugar que ocupa en nuestra vida la oración. ¿Es realmente una actividad primaria en nuestra vida, o es tan sólo la repetición mecánica de fórmulas sabidas de memoria que, incluso, nos dan la sensación de estar perdiendo el tiempo? Si es lo primero, dele gracias a Dios. Si lo segundo, preocúpese por su corazón, se le puede endurecer.