Notre Dame de París

Desde la ventana de mi habitación donde escribo este editorial veo la majestuosa fachada de la iglesia de Notre Dame de París un verdadero cántico pétreo de lo mejor del genio y del arte humano a la Madre de Dios, Nuestra Señora, iglesia que otro genio, esta vez de la literatura, Víctor Hugo, hizo famosa a través de un inolvidable jorobado. La iglesia de Notre Dame es la iglesia catedral de París y, por lo mismo, la sede de su arzobispo. Mientras contemplo ese hermoso monumento a la Virgen, no puedo dejar de pensar en quien fuera durante largos años cardenal arzobispo de París, fallecido hace algunos meses, Jean Marie Lustiger, cuyos libros han sido para mí de mucho provecho espiritual e intelectual.
El que llegaría a ser cardenal de París, es decir, un hombre de mucha importancia en la Iglesia, fue de raza y religión judía, si bien nacido en Francia y, por lo mismo, de nacionalidad francesa. Fue en la universidad, cuando ya había pasado los veinte años, cuando se produjo su proceso de conversión y la responsable del inicio de ese proceso de conversión fue una viejecita. Acompañaba un día el joven Jean Marie a un amigo católico que tenía que pasar a hablar con el párroco de una iglesia parisina. El trámite era breve y como el amigo católico sabía que el joven Lustiger era judío, le sugirió que lo esperara fuera del templo donde se encontrarían en breve al término de la gestión. El joven judío, sin embargo, no le hizo caso a su amigo católico y, por curiosidad, porque era la primera vez que lo hacía, entró al templo. En la medida que avanzaba llamó su atención la única persona que había, una viejecita, que rezaba de rodillas frente al sagrario. Lo hacía con tal devoción que el joven judío quedó impactado: allí había algo que jamás había visto en la sinagoga, en el silencio de esa iglesia esa vieja dama estaba en diálogo con alguien; no había allí un monólogo, sino un diálogo silencioso de ella con alguien que, aunque el joven no veía, intuía que estaba allí presente. A la salida de ese templo, la vida del joven Lustiger había cambiado para siempre y la viejecita jamás pudo siquiera imaginarse las consecuencias de ese sencillo acto de pasar a hacer una visita al Santísimo y su breve rato de oración. Porque ese fue el punto de partida de la conversión del joven judío que con el tiempo se hizo sacerdote y, como era hombre de gran cultura, fue nombrado capellán del Instituto Católico de París, la universidad católica parisina. Y de allí el Papa Juan Pablo II, en una decisión que él mismo contó que había rezado mucho y que significó una osadía, lo hizo arzobispo de París y príncipe de la Iglesia.
No siempre somos conscientes de los efectos que pueden tener nuestros actos, a veces los más insignificantes y rutinarios. Es una reflexión que podemos hacer al filo de esta historia. Pero hay otra que me parece más interesante: ¿visitamos con frecuencia a Jesús en el Sagrario? Y cuando lo hacemos, ¿cómo hacemos nuestra oración? ¿Es ella tan íntima e intensa como la de esa ancianita parisina? Si alguien que no comparte nuestra fe entrara y nos viera rezar ¿recibiría el mismo impacto que el joven Lustiger? A veces nuestra oración no pasa de ser una rutina, una repetición de frases sabidas de memoria que no nos entusiasma a nosotros mismos y menos a los demás. Orar es entrar en diálogo con Dios, conversar con Él, como lo hacía aquella viejecita parisina que seguramente vio muchas veces las mismas piedras de Notre Dame de París que ahora miro yo.