80 años del Estado de la Ciudad del Vaticano

El año 2009 fue un año de varias conmemoraciones y aniver­sarios, uno de los cuales fue la celebración de los 80 años del Estado de la Ciudad del Vaticano. El Vaticano, como el Estado que es hoy, es más joven que nuestra patria que este año está cele­brando el bicentenario, o sea, 200 años desde que se inició el pro­ceso que culminaría en 1818 con la independencia de España.

Que el Estado de la Ciudad del Vaticano tenga sólo 80 años no significa que la autoridad pontificia tenga los mismos años, ni mucho menos. Durante cientos de años el Papa fue el sobe­rano de lo que se llamaban los Estados pontificios, es decir, un territorio más o menos extenso, situado al centro de la península itálica, que era gobernado por el Papa como su soberano, con independencia de cualquier otro Estado o reino de aquellas épocas y que, precisamente, por ser independiente de todos ellos, le daba al Papa la libertad necesaria para gobernar la Iglesia. Era un Estado temporal, reconocido por los otros reinos y Estados, y del cual el Papa era su señor temporal, pero al mismo tiempo, como el Papa era la primera autoridad de la Iglesia, le daba la libertad que necesitaba para gobernarla.

Los Estados pontificios estaban situados en el centro de Italia y, por lo mismo, afectaban la unidad de Italia. Durante mucho tiempo eso no fue problema, porque Italia no era un Estado uni­ficado, sino que estaba repartido en diversas unidades políticas menores en extensión, con autonomía unas de otras, una de las cuales eran los Estado pontificios. El problema se suscitó cuando se inició el movimiento por la unificación italiana, pues la exis­tencia de los Estados pontificios atentaba directamente contra ella. Y ocurrió lo que tenía que ocurrir: los Estados pontificios fueron invadidos por fuerzas militares que se apoderaron de ellos, uniéndolos a Italia. El Papa, que se encontraba en los palacios apostólicos del Vaticano, se quedó en ellos y a partir de ese mo­mento se consideró un prisionero en el Vaticano.

La situación era delicada, y la tensión entre el pontificado y las autoridades de la Italia unificada no eran pocas. Pero, lo peor, era que se había privado al Papa de ese espacio físico necesario de libertad para gobernar la Iglesia con total autonomía de los poderes terrenos. Este delicado problema vino a resolverse recién en 1929, con la firma de los Pactos de Letrán, cuando era Roma­no Pontífice el Papa Pío XI (1922-1939). Fueron dichos pactos, celebrados entre el Vaticano y el entonces reino de Italia, los que dieron origen al Estado más pequeño del mundo, con apenas 44 hectáreas, que se sitúa en el centro de Roma, y que, aun cuando se trata de un Estado independiente, apenas parece un barrio más de la ciudad eterna. Y tan Estado es, que mantiene relaciones diplomáticas con casi todos los países independientes del mundo. De hecho, el Estado de Chile tiene dos embajadores en Roma, uno ante la República de Italia, y otro ante el Vaticano, cada uno con instalaciones propias, incluso, con residencia y oficinas en lugares distintos.

¿Por qué un Estado para el Papa? ¿No sería, acaso, un ca­pricho? La respuesta ya se la he dado. No es un capricho, ni un resabio de privilegios medievales. Es una necesidad. El Estado de la Ciudad del Vaticano es el soporte territorial que le permite al Papa gobernar la Iglesia universal, con absoluta independencia de cualquier potestad terrena, cualquiera sea su naturaleza. De no contar con él, la autoridad del Papa podría ser mediatizada e influenciada por las autoridades del país en que se encontrara. Pero al ser la suprema autoridad de un Estado independiente, puede actuar con la libertad con que Cristo quiso que gobernara la Iglesia, a fin de que sus hijos puedan tener vida y tenerla en abundancia.