Durante los primeros siglos el cristianismo se expandió en amplias zonas de Asia Menor y del norte de África en la que florecieron cristiandades importantes con obispos igualmente importantes, como san Agustín, obispo de Hipona. Todas ellas, sin embargo, sucumbieron a las embestidas dirigidas en su contra por los secuaces de Mahoma y en ellas, hoy flamea la bandera verde con la media luna del Islam.
Este “desastre” protagonizado por los primeros musulmanes, sin embargo, inauguró una constante enigmática que se advierte siempre en la historia de la Iglesia desde ese momento: esta constante enigmática es que siempre que se ha clausurado un territorio al mensaje del Evangelio, contemporáneamente, es decir, al mismo tiempo, se han abierto otros territorios donde la semilla evangélica, predicada por intrépidos misioneros, es acogida y crece con abundancia.
Así, en el mismo siglo VII en que el cristianismo perdía la parte meridional del Mediterráneo, la Iglesia realizaba una expansión espectacular en el norte y en el este europeo. Los territorios conquistados por los musulmanes en Asia Menor y el norte de África fueron amplísimamente compensados con los territorios evangelizados en oriente europeo, por misioneros partidos de Constantinopla y con territorios en el norte de Europa por misioneros enviados desde Roma. Fue una evangelización tan rápida, como las conquistas militares del Islam y no sólo rápida, sino que también sólida. El mismo año 711 en que los musulmanes desembarcaban en España, un monje inglés, Bonifacio, iniciaba la evangelización de Alemania, creando una solidísima Iglesia, ejemplar en su fidelidad a Roma por casi mil años.
Cuando se produjo el quiebre protestante protagonizado por Lutero, que redujo la presencia de la Iglesia en el espacio europeo, con una contemporaneidad perfecta, los territorios perdidos en Europa fueron ampliamente compensados, esta vez, con las tierras inmensas del Nuevo Mundo descubierto por Colón, donde usted y yo vivimos hoy nuestra común fe en el Dios uno y trino.
La presencia católica fue de nuevo reducida en el siglo XIX como consecuencia de la rabia jacobina de la Revolución francesa y de su hijo legítimo que fue Napoleón. Por añadidura, Europa empezaba su proceso de alejamiento del cristianismo que iba a conducirla a una sociedad secularizada. Pero es también por esos años que la Iglesia llegó a ser verdaderamente “católica”, o sea, universal, con su expansión por los territorios todavía vírgenes del África negra y del extremo oriente asiático. Paradójicamente, “misteriosamente”, el máximo suceso misionero se tuvo cuando el Papa era un prisionero en el Vaticano, al punto que tuvo que huir del mismo. Cuando la casta de burgueses incrédulos europeos miraban con sarcasmo a una Iglesia que consideraban una reliquia del pasado, en vías de extinción, esa misma Iglesia protagonizaba una expansión inaudita de las fronteras católicas.
Y cuando la China de Mao cerró sus fronteras al Evangelio, en esos mismos años se producía una extraordinaria e impresionante recepción del Evangelio en la contigua Corea que ha generado una Iglesia extraordinariamente vital hoy día.
Así, es posible ver en la historia de la Iglesia, una dialéctica de “pérdida-conquista”, de “clausura-apertura” que constituye una misteriosa constante que se inicia, precisamente con la invasión islámica.