Dar la vida por el Evangelio

Que Cristo sigue entusiasmando hasta llegar a derramar la sangre por Él es algo que en la Iglesia se viene repitiendo desde los primeros tiempos y sigue de gran actualidad. En el informe que la agencia Fides elabora todos los años, 37 fueron los hermanos nuestros que en 2009 derramaron su sangre por Cristo, de los cuales 30 eran sacerdotes, dos eran religiosas, dos seminaristas y tres voluntarios laicos. A ellos hay que agregar un elenco, quizá más largo aún, de otros hermanos nuestros de los cuales nunca tendremos noticias, pero que, a lo largo y ancho del planeta también han derramado su sangre por proclamar su fe en el resucitado.

Entre las víctimas hay jóvenes, como William Quijano, un joven laico de 21 años de la Comunidad de San Egidio que en El Salvador animaba un centro para la cultura de la paz, que murió por las balas disparadas por un grupo que no soportaba el ejemplo y la palabra de un joven que entendía que ser seguidor de Cristo implicaba hacer vida la paz predicada por su Maestro. Pero también hay un anciano misionero de 78 años asesinado en Sudáfrica. Lo peor de todo es que el número de víctimas del año 2009 fue casi el doble de las del año inmediatamente anterior y la más alta de los últimos 10 años. Como bien lo ha dicho el

Papa Benedicto, “la Iglesia anuncia por doquier el Evangelio de Cristo, no obstante las persecuciones, las discriminaciones, los ataques y la indiferencia, a veces hostil, que más bien le permiten compartir la suerte de su Maestro y Señor”.

Lo más llamativo de todo esto es que ni estas muertes ni el informe mismo han tenido el menor eco en la prensa. Ni siquiera por el hecho de que estas muertes violentas puedan, por sí mis­mas, constituir noticia de las que con tanto lujo de detalles les interés divulgar. Es que mostrar que en pleno siglo XXI todavía hay hijos de la Iglesia que son capaces de derramar su propia san­gre por amor a Cristo viene a contradecir la imagen de la Iglesia que quieren mostrar los medios de comunicación, una Iglesia de la que hay que mostrar y magnificar las traiciones de unos po­cos, una Iglesia que es una estructura rica y poderosa que quiere imponer sus leyes antiguas a despecho de la modernidad, porque sus viejos jerarcas no han sabido enterarse que los tiempos han cambiado. No es conveniente que se sepa que hay hijos de esa Iglesia que han muerto por vivir en lugares donde casi nunca van los demás, que casi se podría decir que son lugares abandonados de Dios, pero donde esos hombres y mujeres han llegado para mostrar con hechos y no con puras palabras, para mostrar con su propia vida que Dios no abandona a nadie.

Esa Iglesia es incómoda, porque rompe los esquemas y los clichés en los que se la quiere encasillar. Es más fácil mostrar el ruido del árbol que cae, que el silencio de un bosque completo que crece. Pero la Iglesia no actúa ni para la prensa ni para la te­levisión, sino que sigue a su Señor que, al igual que estos 37, derramó su sangre en la cruz proclamando la misericordia de Dios para todos los hombres, sin excluir a ninguno, indiferente a lo que aquellos que están impregnados de las mezquinas apetencias del mundo puedan decir o dejar de decir.