El año pasado de 2009 se celebraron los 20 años de la caída del muro de Berlín, lo que marcó la caída definitiva de los llamados socialismos reales y el total fracaso del marxismo como sistema, noticia que, al parecer, todavía no llega a los oídos de nuestros comunistas criollos. El muro de la vergüenza, como también era llamado, fue el símbolo de una persecución implacable contra la Iglesia, que fue para las dictaduras comunistas un enemigo difícil, por su firme estructura y su comunión con el Vaticano.
En todos los países situados tras la cortina de hierro, en feliz expresión de Winston Churchill, los rasgos comunes que caracterizaron su política religiosa fueron: relegar la religión a la esfera privada y excluir a la Iglesia de la vida pública; controlar completamente la actividad de la Iglesia; suplantar las ceremonias y rituales eclesiásticos por actos organizados por el Estado. Así, por ejemplo, la admisión en la “liga de la juventud” presentaba rasgos propios de una alternativa al sacramento de la Confirmación, es decir, frente al sacramento de la madurez cristiana se ofrecía un acto de madurez ideológica. Pero, además, se hacía lo imposible para evitar a los fieles poder asistir a los pocos actos religiosos permitidos. Como ejemplo de este tipo de actos se podrían mencionar las proyecciones de películas infantiles en cines a la misma hora en que tenían lugar las ceremonias religiosas. Del mismo modo, cuando había actos religiosos en los colegios, se suspendían las clases y se instaba a los estudiantes a abandonar los colegios para que se marcharan a casa. O bien, se convocaban reuniones extraordinarias en las horas de la tarde cuya asistencia era obligatoria.
En algunos países hubo controles más estrictos, como en Checoeslovaquia donde se creó la figura estatal del “secretario eclesiástico”, una especie de comisario laico, vinculado al partido comunista, que decidía todo tipo de asuntos referidos a la vida de la Iglesia, como, por ejemplo, si un sacerdote transeúnte podía participar en una concelebración, o confesar, o predicar, o visitar a un enfermo. Así, cuando el cardenal Karol Wojtila, futuro Papa Juan Pablo II, y el cardenal alemán Franz König asistieron al funeral del cardenal Trochta y pidieron poder concelebrar, el respectivo secretario les negó la autorización. Incluso los obispos debían consultar al secretario eclesiástico local si podían administrar el sacramento de la Confirmación y dónde y cuándo podían hacerlo. Cualquiera infracción a las directrices del secretario eclesiástico se castigaba con el retiro de la “autorización estatal”, permiso que daba el Estado a los sacerdotes para poder ejercer su ministerio, lo que los dejaba, de hecho, sin poder ejercerlo. Ante esto, no es de extrañar que un sacerdote fuera condenado a prisión por el insoportable delito de reunirse en su casa con jóvenes a los que ofrecía literatura religiosa y recomendaba escuchar Radio Vaticano. Un ejemplo entre miles.
Pero como el mismo Jesús prometió que las puertas del infierno no prevalecerían nunca, la caída del muro de Berlín hace 20 años significó la desaparición de los opresores y una renovada libertad para la Iglesia. Lecciones que nos da la historia para pedir al Señor que hechos como estos jamás se vean entre nosotros.