Democracia y religión

Los padres conciliares en el Concilio Vaticano II afirmaron en la Constitución Gaudium et spes que “la comunidad política y la Iglesia son entre sí independientes y autónomas en su propio campo. Sin embargo, ambas, aunque por diverso título, están al servicio de la vocación personal y social de los mismos hombres. Este servicio lo realizarán tanto más eficazmente en bien de todos cuanto procuren mejor una sana cooperación entre ambas” (n. 76). Sin embargo, vemos que en la actualidad esta relación de colaboración en el respeto de las diferentes entidades, tiende a ser sustituido con un modelo de indiferencia, si no de exclusión, en cuanto que niega el papel público de la religión. Detrás de este modelo hay una concepción de la laicidad que ya no caracteriza al poder secular en cuanto distinto del religioso, sino que tiende a presentarse como una filosofía de vida, una concepción nueva e integral del mundo que excluye, por principio, que las visiones religiosas del mundo tengan un influjo racional y público. Como lógica consecuencia, el cristianismo debe quedar confinado al último rincón que la ideología secularista le asigna: la conciencia individual.

Pero esta ideología secularista, con el relativismo moral que la acompaña, está mostrando sus límites y los observadores más agudos ya se han dado cuenta de ellos. Por ejemplo, parecía que los derechos humanos constituían un lenguaje comprendido y compartido por todos, pero ahora palabras como dignidad hu­mana, persona y libertad expresan significados diversos y, a menudo, divergentes. Para algunos, dichos valores se refieren a la persona humana caracterizada por una dignidad permanente y por unos derechos válidos siempre, en todas partes y para to­dos; otros, en cambio, se refieren a una persona cuya dignidad va cambiando y cuyos derechos son negociables en los contenidos, según el tiempo y el espacio. Se advierte así, un vacío de senti­do y una pérdida de entusiasmo observable también en nuestra patria. Es por eso que, para mantener vivos los valores seculares sobre los que se funda, la democracia tiene necesidad del cris­tianismo, del que, por lo demás, muchos de ellos han surgido. Basta pensar, por ejemplo, en la noción de “persona” que se fue formando durante los debates sobre la teología trinitaria de los tres primeros siglos de la era cristiana; en la idea de “autonomía de las realidades naturales” o en el principio de “subsidiariedad”, todos ellos forjados en torno al cristianismo. Su aportación, sin embargo, no es sólo un hecho del pasado, sino también un hecho actual pues la fuerza generadora que ha tenido a lo largo de la historia sigue actuando hoy, engendrando los elementos que la democracia necesita.

Con frecuencia se repite que la democracia se rige por la regla de la mayoría. Pero como lo recuerda el Compendio de la doc­trina social de la Iglesia, “una auténtica democracia no es sólo el resultado de un respeto formal de las reglas, sino que el fruto de la aceptación convencida de los valores que inspiran los procedi­mientos democráticos: la dignidad de toda persona humana, el respeto de los derechos del hombre, la asunción del bien común como fin y criterio regulador de la vida política. Si no existe un consenso general sobre estos valores, se pierde el significado de la democracia y se compromete su estabilidad” (n. 407). Por tan­to, el ordenamiento civil, para ser auténticamente democrático, necesita valores, y la religión es capaz de inspirar valores idóneos para una convivencia pacífica y auténticamente respetuosa del hombre. Es por lo que la Iglesia, cuando formula propuestas o presenta reservas frente a leyes o instituciones civiles no pretende sustituir al Estado, sino contribuye a iluminar los principios uni­versales que constituyen la base de las democracias y que algunas decisiones políticas pueden ofuscar o descuidar. Y es por lo que sería una manifestación de intolerancia de las autoridades civiles tratar de impedir que la Iglesia cumpla esa misión específica, o denigrarla porque no comparte ciertas opciones.