Rezar por los gobernantes

Después de los textos del Nuevo Testamento, la más anti­gua oración por las instituciones políticas es la Carta a los Corintios escrita a finales del siglo I por San Clemente Romano (91-101), tercer sucesor de San Pedro como Sumo Pontífice de la Iglesia. Fue escrita después de la dura persecución del emperador Domiciano contra los cristianos entre los años 81 y 96 de nuestra era. Tras la persecución, los cristianos, aunque sabían que conti­nuarían las persecuciones, no dejaban de rezar por esas mismas autoridades que les habían condenado injustamente.

Los cristianos rezaban por los gobernantes enemigos por dos motivos: primero y ante todo, porque seguían el ejemplo de Jesús en la Cruz, que había rezado por sus perseguidores; y, segundo, porque al rezar por las autoridades, el Papa Clemente reconocía la legitimidad de las instituciones políticas en el orden establecido por Dios, al tiempo de que manifestaba la preocupación de que las autoridades fuesen dóciles a Dios, ejerciendo el poder que les había dado con paz, mansedumbre y piedad.

Esta oración contiene una enseñanza que ha orientado, a tra­vés de los siglos, la actitud de los cristianos ante la política y el Estado, y debe continuar orientando nuestro actuar; por lo mismo, siguiendo el ejemplo de Jesús en la Cruz, debemos rezar por nuestras autoridades que ejercen el poder que Dios mismo les ha dado.

Pero una cosa es rezar por ellas y otra cosa muy diferente es aceptar todas sus decisiones porque el César no lo es todo. Jun­to al César, esto es, junto a la autoridad, emerge otra soberanía cuyo origen y esencia no son de este mundo, sino “de lo alto”: esa otra soberanía es la de la Verdad, que tiene el derecho ante el Estado de ser escuchada. Es por lo que los católicos tenemos que oponernos a las medidas políticas que atentan contra la dignidad de la persona humana. Pero, ¿tenemos los católicos derecho a rechazar prácticas políticas de un régimen avalado por el voto mayoritario de los ciudadanos? La respuesta a esta interrogante es un “sí” fuerte y categórico. Un católico debe defender la verdad a toda costa, pues una democracia vacía de valores es una demo­cracia vacía de contenidos y no sirve para conducir al hombre hacia la vida plena en sociedad. Como lo enseñaba Juan Pablo II en la encíclica Centesimus annus, “Una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana... Hoy se tiende a afirmar que el agnosticismo y el relativismo escéptico son la filosofía y la actitud fundamental correspondientes a las formas políticas democráticas, y que cuantos están convencidos de cono­cer la verdad y se adhieren a ella con firmeza no son fiables desde el punto de vista democrático, al no aceptar que la verdad sea determinada por la mayoría o que sea variable según los diversos equilibrios políticos. A este respecto hay que observar que, si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin principios se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia” (n. 46.2).

Es por lo que los católicos no sólo tenemos el derecho, sino la obligación de oponernos a cualquier intento de esclavitud, pues el Señor nos llamó a ser libres en Él y una vez que le hemos co­nocido, no podemos dar vuelta la mirada.

Y que no se nos eche en cara que somos los seguidores de un cordero, porque el mismo Cordero de Dios que quita los pecados del mundo es también llamado en la Biblia el León de Judá.