El término "laicidad", tiene una carga semántica bastante marcada y hasta peyorativa, pues evoca el "laicismo" típico del siglo XIX, entendido como indiferentismo, e, incluso, como laicismo beligerante. Pero una cosa es la “laicidad” del Estado y otra cosa muy diferentes es el “laicismo”, es decir, ese conjunto de actitudes contrarias a la religión que se desarrollaron con fuerza en el siglo XIX y que, sustancialmente, integraban la trilogía de indiferentismo, agnosticismo y ateísmo no pocas veces militante y beligerante.
El Estado, como Estado, es incapaz del acto de fe; es decir, el Estado, como Estado, no puede plantearse el problema de la creencia o increencia en Dios porque esa posibilidad sólo la tienen las personas humanas, y, por lo mismo, escapa al Estado. Éste no puede, en consecuencia, afirmarse como un Estado “creyente”, porque el Estado, como Estado, carece de la capacidad de creer. Quienes creen son las personas, no el Estado. Pero, por la misma razón, el Estado tampoco puede optar por la “no creencia en Dios”, porque esa opción es también propia y sólo de las personas. En otras palabras, sólo las personas y no el Estado pueden situarse ante la posibilidad de creer o no creer en Dios y optar por una u otra posibilidad.
Pero afirmar la radical incompetencia del Estado en materia de fe -creer o no creer- no es lo mismo que afirmar su indiferencia o pasividad en relación con la fe de sus ciudadanos. Lo reconoce nuestra propia Constitución cuando señala que es tarea del Estado de Chile promover todo aquello que ayude al desarrollo espiritual de los chilenos. Y entre estos se encuentran todos aquellos factores sociales que hacen que los chilenos seamos mejores espiritualmente hablando: la cultura, el deporte, y también la religión.
La legítima “laicidad” del Estado así entendida, implica una valoración positiva del factor religioso en el contexto general del bien común. El Estado comprende que la presencia y el potenciamiento de los valores religiosos de los ciudadanos y de las comunidades son altamente beneficiosos para el bien común de la sociedad. Por lo mismo, como el factor religioso forma parte de la realidad de la sociedad y del bien común de la misma, la actividad del Estado en relación a este factor es legítima.
Conforme a lo anterior, parece claro que el principio de “laicidad” no deja reducido al Estado, por ser laico, a la indiferencia o la pasividad ante el factor religioso. Que el Estado sea un Estado “laico” significa que va a reconocer, garantizar y promover jurídicamente el factor religioso, pero no por ser religioso, sino por ser un “factor social” de la sociedad, tal como lo son también el deporte o la cultura.
Por eso una cosa es la “laicidad” del Estado y otra muy diversa es el “laicismo” del Estado. La radical incompetencia del Estado ante lo religioso (“laicidad” del Estado) no significa profesión estatal de agnosticismo o ateísmo, que pretenda sofocar cualquier valor religioso presente en la sociedad, encerrando la religión en el ámbito de la conciencia individual y reprimiendo cualquier manifestación externa de ésta (“laicismo” estatal). Esta última opción no sería una legítima “laicidad” sino un trasnochado “laicismo” decimonónico que implicaría un pronunciamiento estatal ante el acto de fe y no su abstención.
Preciso es que tengamos muy en claro esta diferencia, porque hay entre nosotros en la actualidad quienes amparándose en la laicidad del Estado pretenden que el Estado ha de despreocuparse totalmente del fenómeno religioso en nuestra sociedad. Esa es una posición superada por la historia, y aunque sus mentores se digan muy avanzados, no hacen sino que repetir viejos planteamientos carentes por completo de actualidad.