Depresión

Uno de los signos de nuestro tiempo que resulta preocupante es el aumento de las personas que sufren depresión. Se es­timan en 340 millones las personas que sufren esta enfermedad, cifra en la que se encuentran personas de todas las edades y de todos los estratos sociales. Una cifra que sorprende no sólo por el número, sino también porque, en el peor de los casos, puede lle­var al suicidio, con la pérdida de un millón de personas al año.

Preciso es, sin embargo, distinguir la "depresión” de la “triste­za”. La “depresión” es una enfermedad, en tanto que la “tristeza” y los sentimientos de infelicidad, abatimiento o desánimo que origina, son reacciones naturales y habituales ante acontecimien­tos o situaciones personales difíciles. Es por eso que sentirse triste no es suficiente para afirmar que se padece de depresión.

La depresión, con todo, no es una enfermedad muy moderna, pues ya está presente en la Biblia. Es cosa de releer algunos textos bíblicos, como algunos salmos, en los que se da la expresión de un estado depresivo: la falta de interés, la disminución de la capacidad de trabajo, trastornos en el sueño, pérdida de peso, sentimiento de culpa, pensamientos suicidas, ganas de llorar, sin síntomas depresivos que también aparecen en el texto revelado. Si la Biblia ya conocía el fenómeno de la depresión, legítimo es que nos preguntemos la respuesta que le dan los textos sagrados. La respuesta y, por lo mismo, el remedio, reside en algunas convicciones fundamentales: las convicciones de que el hombre siempre es amado y apreciado por Dios; que Dios siempre le está cercano y que el mundo no le es hostil sino que es bueno; que el hombre o la mujer que sufren gozan de un lugar privilegiado en la antropología bíblica y en el mensaje cristiano; que Dios no olvida al enfermo, sino que, mejor aún, el enfermo está en el cen­tro de su amor compasivo. En un mundo que se ha olvidado de Dios es natural que la depresión cunda, porque la vida espiritual proporciona el apoyo espiritual necesario para afrontar cualquier enfermedad, incluida la depresión.

Importante es tener presente, sin embargo, como lo ha ma­nifestado Juan Pablo II que, al menos en parte, las depresiones son inducidas por la sociedad. Es importante ser conscientes de las repercusiones que tienen los mensajes transmitidos por los medios de comunicación sobre las personas, al exaltar el consumismo, la satisfacción inmediata de los deseos, la carrera por un bienestar material cada vez mayor. Ante estas situaciones es preci­so promover nuevos caminos para que cada uno pueda construir la propia personalidad, cultivando la vida espiritual, fundamento de una existencia madura. De hecho, la depresión es siempre una prueba espiritual.

El Papa ha recomendado a quienes se encuentran padeciendo esta enfermedad la meditación de los salmos, en los que el autor sagrado expresa en oración sus alegrías y sus angustias; el rezo del Rosario, para ver a Cristo con los ojos de María; y la parti­cipación en la Eucaristía, manantial de paz interior. En su amor infinito, ha dicho el Papa, Dios siempre está cerca de los que sufren. Por eso que la enfermedad depresiva puede ser un camino para descubrir otros aspectos de uno mismo y nuevas formas de encuentro con Dios.

Y a quienes atiendan a las personas afligidas por la depresión, el Papa les pide hacerle percibir la ternura de Dios, integrarlos en una comunidad de fe y de vida en la que se sientan acogidos, comprendidos, sostenidos, en una palabra, dignos de amar y de ser amados para que cada uno de ellos, después de su Sábado Santo tengan también su Domingo de Resurrección.