Parece que una de las características que marca a la sociedad en la que nos ha tocado vivir es el ruido. Vivimos en una sociedad ruidosa y nos hemos acostumbrado tanto al ruido que no podemos pasarnos sin él. ¿Qué hacemos normalmente cuando subimos a un auto? Fíjese. Normalmente después de encender el motor encendemos la radio, si es que no la hemos dejado encendida desde antes. Esta sociedad del ruido en que vivimos nos ha absorbido de tal manera que hemos perdido la capacidad de hacer silencio. Si ni siquiera en la Iglesia guardamos silencio, porque si llegamos antes de la hora y tenemos que esperar un rato, la espera no la hacemos rezando, sino que muchos la hacemos conversando como si estuviéramos en un restaurante. Y cuando el sacerdote se va, seguimos hablando como si estuviéramos en una feria.
Esta falta de silencio en nuestra vida cotidiana tiene una incidencia directa en nuestra vida espiritual: ¡hay tanto ruido en nosotros que no podemos escuchar a Dios! Porque Dios habla en el silencio. Se acordará usted que cuando Dios quiso hablar al profeta Elias le pidió que se retirara al monte Horeb donde el profeta se puso en oración. Y vino un huracán tan violento que hendía las montañas y quebrantaba las rocas, pero no estaba Dios en el huracán; vino después un temblor de tierra y tampoco estaba Dios allí, como tampoco estuvo en un fuego que vino después; pero cuando vino el susurro de una brisa suave el profeta se dio cuenta que allí sí que estaba Dios (1 R 19, 9-13). Y cuando Dios quiso hacerse hombre escogió el silencio de una noche. El hombre, pues, necesita del silencio y no sólo para escuchar la voz de Dios, sino por simple sanidad mental; necesitamos, para nuestro equilibrio psíquico y emocional, espacios de silencio en nuestras vidas.
Hace casi mil años, un hombre culto y enamorado de Dios, cansado del ruido en que vivía, decidió radicarse en un lugar lejano para dedicarse a la oración y la penitencia. Ese hombre pasó a la historia como san Bruno y fue el fundador de la Gran Cartuja. Son los cartujos, que no cartuchos, hombres que se aíslan totalmente del mundo para rezar y hacer penitencia por la Iglesia y por el mundo entero. Su vida es el silencio. No hablan entre ellos, sino que una vez a la semana, durante el paseo de cuatro horas que tienen todos juntos los días lunes después del almuerzo, y el rato de recreación el domingo. El resto del tiempo lo pasan en oración, trabajo y penitencia. Es cierto que se trata de una vida rigurosa para la cual se necesita una particular vocación de Dios. Pero también es cierto que, sin ser cartujos, necesitamos de espacios de silencio y tanto los necesitamos que los echamos de menos.
Se ha estrenado en Europa en estas semanas una película que se llama “El gran silencio”. El director de la misma había tomado contacto con los cartujos de la Gran Cartuja hace unos diez años para hacer una película sobre la vida de estos monjes. En esa oportunidad no se realizó porque, según se le dijo, los tiempos aún no estaban maduros para ello. Hace un año el director volvió a pedirlo y esta vez se le autorizó y durante seis meses vivió con los monjes, participando de su vida cotidiana. El resultado es esta película en que no se habla ni una sola palabra. El gran protagonista de la misma es, precisamente, el silencio. Y para sorpresa de muchos, ha sido un éxito total. Durante la primera semana de exhibición en Alemania ya había superado a Harry Potter y todo indica que será un éxito de taquilla.
Es que, como le decía, necesitamos espacios de silencio en nuestras vidas y cuando no lo tenemos, lo añoramos. Y usted ¿cómo anda de silencio? No me refiero al gran silencio, porque ni usted ni yo podemos hacerlo. Pero le sugiero que haga pequeños espacios de silencio en su vida. Usted se va a sentir mucho mejor y mejor será su relación con los demás.