Vivimos en un mundo de ruidos en que el silencio es un bien escaso. Desde que nos despierta el ruido estridente del despertador hasta que nos acomodamos para dormir, después de habernos idiotizado un rato con la televisión, el ruido no deja de acompañarnos. Lo malo es que ese ruido que nos rodea nos contagia y el ruido ya no solo está en torno nuestro sino que está también en nuestro interior. El problema es que si no hacemos ratos de silencio en nuestra vidas poco o nada es lo que podemos decir con sabiduría y nos limitamos a repetir lo que dicen los otros aunque sean puras y simples bobadas o a hacer lo que hacen los otros con aspavientos y muchas palabras pero que nada aportan para hacer que los que me rodean sean mejores.
No es difícil encontramos con personas de éstas, que hablan mucho, quizá demasiado, que cuando se ríen lo hacen con risotadas pero mal sonantes, sin que a veces vengan a cuento, que siempre quieren hablar, que no pueden guardar silencio, incluso interrumpiendo a los demás con impertinencia. Estas personas suelen hablar mucho de si mismos de las cosas que tienen o de lo que hacen o dejan de hacer y si hablan de los demás es para hablar mal del prójimo o hablar despectivamente de ellos, en fin, intentan ser el centro, aunque lo que digan no interese a nadie y sea una perfecta sandez, lo que por lo demás ocurre la mayoría de las veces, porque están vacíos por dentro.
Una mañana salió un niño con su padre a caminar por el campo. Cuando estaban a punto de torcer un recodo del camino, el padre se detuvo y, tras un momento de silencio, le preguntó al niño si escuchaba algo. Sí, le respondió el pequeño, los pájaros que están cantando. Sí, le dijo el padre, cierto, pero ¿escuchas algo más? El niño guardó un silencio inquisitivo, y tras unos instantes le respondió a su padre que escuchaba el ruido de una carreta que se escuchaba a lo lejos. Eso es, dijo el padre, es una carreta vacía.
El niño miró con curiosidad a su padre pero no dijo nada. Y ambos siguieron caminando en silencio escuchando cómo el ruido de la carreta se acercaba. Al final, tal como su padre lo había lo dicho, en una curva del camino apareció una carreta algo desvencijada conducida por un labriego algo mayor y la carreta venía vacía.
El niño, sorprendido, vio como la carreta los pasaba y se perdía en otra vuelta del camino y sin dejar de mostrar su asombro le preguntó a su padre cómo había adivinado que la carreta venía vacía. El padre le sonrío y le respondió: “Yo no he adivinado nada, porque era obvio que venía vacía y eso es muy fácil saberlo. Cuanto más vacía va la carreta mayor es el ruido que produce”.
Cuando este niño fue mayor puso esta anécdota por escrito y al hacerlo agregó, cuando veo a una persona hablando demasiado, interrumpiendo la conversación de todos provocando sus propias risotadas, comportándose de manera inoportuna o violenta, presumiendo de lo que tiene, mostrándose prepotente, y mirando en menos a los demás tengo la misma impresión como si oyera a mi padre diciendo, “cuanto más vacía la carreta mayor es el ruido que produce”.
Y ¿cómo va la carreta que usted va tirando por esta vida? ¿Llena o vacía?