La Guerra del Pacífico es un acontecimiento que marcó hondo a nuestra patria y que está muy vivo en nuestra memoria por los hechos de valor y de hidalguía a que dio lugar por parte de nuestros hermanos chilenos que lucharon en esa contienda. A dicha guerra le puso fin el Tratado de Ancón de 1883, según el cual, sin embargo, quedaba pendiente la cuestión de la soberanía definitiva de Tacna y Arica, ciudades ambas que, al menos de momento, estaban ocupadas de pleno derecho por Chile.
Antes de que el tema quedara dilucidado de la manera que nos enseña la historia, hubo un intento serio por parte de Chile de que la Santa Sede actuara de mediador para dirimir definitivamente esa cuestión pendiente. Uno de los principales protagonistas de esta iniciativa, si no el principal, fue el entonces representante chileno ante la Santa Sede, don Rafael Errázuriz, quien propuso el tema al presidente de la República, don Juan Luis Sanfuentes (1915-1920) quien le manifestó, empero, que no consideraba oportuno que el gobierno de Chile tomase la iniciativa para solicitar una mediación amistosa, pero que prestaría muy buena acogida a cualquier proposición que el Perú le hiciera por intermedio de Su Santidad.
Contando con este respaldo, el representante chileno ante la Santa Sede envió, el 19 de noviembre de 1918, una comunicación reservada al Secretario de Estado del Papa, el cardenal Pedro Gasparri, en la que le ponía de relieve cómo, desde hacía tiempo, venía laborando para que, en vista de las dificultades que había para un arreglo directo entre Chile y Perú, apelaran uno y otro a un arbitraje o a una mediación amistosa del Papa que vendría a facilitar o promover dicho arreglo. En una parte de esta nota confidencial se puede leer: “me permito insistir en forma confidencial sobre este mismo asunto para que vuestra eminencia lo medite detenidamente y consultándolo con Su Santidad, resuelva si es o no ilusión de mi parte la idea de que ha llegado el momento para que el Augusto Pontífice, cual Padre de una y otra nación, interponga sus amistosos oficios a fin de que ellas, olvidando antiguas y largas contiendas, vuelvan a la cordial armonía propia de naciones hermanas que en otro tiempo cultivaban”.
Era Papa en ese tiempo, los tiempos de la Primera Guerra Mundial, Benedicto XV (1914-1922), quien hizo lo imposible para que la paz reinara en el mundo, por lo que acogió la sugerencia chilena y de inmediato se comunicó con el nuncio en Lima, haciéndole saber que la Santa Sede estaba dispuesta a ofrecer su arbitral mediación en el conflicto de Tacna y Arica, pero que, para ello, era preciso conocer primero la disposición del gobierno peruano al respecto. La respuesta del nuncio en Lima, después de hacer, con el tacto propio de la diplomacia vaticana, las indagaciones respectivas, no fue muy extensa: el gobierno peruano no juzgaba oportuno el arbitraje propuesto por la Santa Sede. Esta breve y lacónica respuesta peruana echaba por tierra los intentos chilenos de conducir el conflicto por vías civilizadas. La iniciativa chilena se vio, así, frustrada.
Muchos años después, la Santa Sede fue requerida una vez más por Chile para actuar como mediadora en un conflicto internacional, esta vez con Argentina. En esta segunda oportunidad, en cambio, la civilidad y buena voluntad de nuestro vecino permitió que la mediación fuera una realidad y que ella se materializara en un tratado del que el año pasado hemos celebrado sus bodas de plata.