La hora de los laicos

No fueron pocas las ocasiones en que el llorado Juan Pablo II se refirió a nosotros los laicos, diciéndonos que había llegado la hora de los laicos. Una fuerza enorme pero lamentablemen­te adormecida, llamada a incendiar con el fuego del Evangelio todas las realidades terrenas, haciendo “que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombre en todo el mundo”; obligación que nos apremia todavía más en aque­llas circunstancias en las que sólo a través de nosotros pueden los hombres oír el Evangelio y conocer a Jesucristo. Ahora bien, ¿cuáles han de ser los rasgos de los laicos para transformarse, de veras, en sal de la tierra y luz del mundo?

En mi opinión, uno de esos rasgos fundamentales es una iden­tidad clara y firme. La sociedad actual está intentando por todos los medios de neutralizar la presencia cristiana en el mundo de hoy, intentos que pasan por la propuesta de modelos de vida que siembran confusión y extravío también entre los discípulos de Cristo. En muchos, la cultura del llamado “pensamiento débil” genera personalidades frágiles, fragmentadas, incoherentes. Lo “políticamente correcto” se está convirtiendo en un imperativo absoluto que, a pesar de las continuas llamadas a la “tolerancia” no tolera la más mínima diversidad. En efecto, en nuestra actual sociedad pluralista toda expresión explícita de la propia identidad católica viene etiquetada como fundamentalismo o integrismo, tratando de hacer de la fe un hecho rigurosamente confinado a la esfera de la vida privada.

¿Cómo defender y reforzar nuestra identidad católica en la sociedad postmoderna que quiere hacernos invisibles porque resultamos incómodos? Ante todo, redescubrir a Cristo. Hoy más que nunca se necesitan cristianos coherentes, con una fuerte con­ciencia de su vocación y de su misión. Hace falta redescubrir la esencia del cristianismo que no es otra que el encentro personal con Jesucristo. El cristianismo no es una doctrina que aprender, ni tampoco un simple código ético. El cristianismo es una per­sona, la persona viva de Cristo que hay que encontrar y acoger en la propia vida, porque sólo este encuentro cambia realmente la existencia de las personas y da el sentido último y definitivo a nuestro destino. Como le escribió Juan Pablo II en la carta apos­tólica Novo millenio ineunte (29), “no será una fórmula lo que nos salve, pero sí una persona y la certeza que ella nos infunde cuando nos dice ¡yo estoy con vosotros!”

Pero este encuentro lleva aparejada la coherencia de vida. Para nosotros los cristianos ha llegado el momento de liberarnos de nuestros complejos de inferioridad respecto al mundo a sí lla­mado “laico”, para ser atrevidamente nosotros mismos, discípu­los de Cristo. Debemos reapropiarnos del significado de nuestra identidad y estar orgullosos de ella. Es claro, sin embargo, que vivir a fondo nuestra identidad de católicos no es fácil: requiere la capacidad de elecciones radicales y requiere a menudo el coraje de ir contracorriente y el empeño en una lucha permanente con­tra la mediocridad que siempre nos acecha.

Pero merece la pena apostar por esta aventura espiritual que no decepciona. Ser cristiano significa ser portadores en el mundo de una energía divina asombrosa. Por eso Juan Pablo II decía a los laicos en el año jubilar: “Si sois lo que debéis ser, es decir, vivís el cristianismo sin componendas, podréis incendiar el mundo”.

Que María Santísima, cuyo mes estamos iniciando, nos con­ceda este año la gracia de redescubrir nuestra identidad y de en­tusiasmarnos con su Hijo Jesucristo para que, siendo coherentes en nuestra vida, alcancemos el coraje de ir contracorriente en una lucha permanente contra la mediocridad.