La libertad religiosa es un derecho fundamental del que gozamos todos los seres humanos por el solo hecho de ser personas. Según este derecho, el Estado no puede interferir en las creencias de los ciudadanos, ni imponiendo una religión, ni negando la religiosidad de los ciudadanos, rechazando el ejercicio de la religión. Es, pues, deber del Estado no interferir en la vida religiosa de sus ciudadanos, pero esto no significa rechazar lo religioso, no significa adoptar una postura negativa frente a las religiones rechazándolas en la vida pública y relegándolas a la intimidad de la conciencia de cada fiel. La libertad de religión no significa ausencia de religión, como la libertad de pensamiento no significa ausencia de pensamiento.
Es la diferencia que existe entre la “sana laicidad” y el “laicismo”. La “sana laicidad” supone que el Estado se considera a sí mismo incapaz de hacer el acto de fe y, por lo mismo, no asume ninguna religión como religión oficial del Estado; pero una tal actitud no supone el rechazo de la religiosidad de sus ciudadanos, sino que adopta una actitud de colaboración con las distintas confesiones religiosas que hay en el territorio. El “laicismo”, en cambio, supone una actitud de beligerancia contra lo religioso, de manera que el Estado, o persigue abiertamente a las confesiones religiosas y a sus fieles, o, en el mejor de los casos, adopta una actitud de indiferencia, negándoles todo espacio en la vida pública y cualquier apoyo o consideración estatal. Es lo que sucedió en los países comunistas y socialistas sometidos a la órbita soviética antes de la caída del muro de Berlín, donde la Iglesia fue abiertamente perseguida. Y fue lo que sucedió en Francia a partir de 1905, donde la Iglesia, si bien no fue abiertamente perseguida, fue drásticamente limitada.
Ahora bien, estos hechos hicieron presagiar a no pocos que el siglo XXI vería desaparecer a la Iglesia y a las religiones, dejándolas reducidas a simples reliquias del pasado. La realidad, sin embargo, ha sido muy diferente, pues nadie puede negar el impacto potente que las religiones tienen en la vida contemporánea, nacional e internacional. Es lo que ha llevado al gobierno francés a crear una Oficina de las religiones, en el seno del Ministerio de asuntos exteriores y europeos. Tendrá una función de asesoramiento sobre el trasfondo religioso que puede subyacer en acontecimientos sociales o conflictos. De esta forma, la diplomacia francesa da un paso adelante respecto del viejo laicismo que se impuso a comienzos del siglo XX e introduce un elemento de “laicidad positiva”, expresión con la que en Francia se entiende la colaboración del Estado con las religiones en las cuestiones comunes a la esfera religiosa y civil, una laicidad que, como lo dijera el presidente Sarkozy, no considera a la religión como un peligro, sino como un punto a favor. Al frente de la misma ha sido puesto un destacado académico experto en Islam y en sociología de conflictos, que ha sido rector de la Universidad Católica de París.
En Chile, el gobierno de la señora Bachelet también estableció una oficina de asuntos religiosos, pero a diferencia de lo sucedido en Francia, se trata de una oficina que carece de toda relevancia y que ha sido puesta bajo la dependencia del más político de los ministerios, como es el Ministerio secretaría general de gobierno. A decir verdad, se puede pensar que fue una decisión tomada más bien para contentar al mundo evangélico, que ofrecía una buena cantidad de votos y, de paso, poder influir en ellos con más facilidad. No parece una simple casualidad que los protestantes pidieran públicamente el voto para el derrotado candidato gobiernista. Dos decisiones similares adoptadas por dos Estados democráticos, pero con finalidades muy diferentes. Piensa mal que pecarís, pero corto no te quedarís.