¿Reforma luterana o quiebre luterano?

Por influjo de la historiografía protestante, se conoce como “Reforma protestante” o simplemente “Reforma”, el movi­miento iniciado por Martín Lutero en la Alemania del siglo XVI y que culminó con la aparición de las a sí mismo llamadas iglesias evangélicas o protestantes las que, con el correr de los siglos, se han ido dividiendo y subdividiendo hasta formar ese variopinto abanico de entidades evangélicas que hoy actúan en Chile.

Pero, aun cuando el fenómeno ha sido y es conocido históri­camente como Reforma protestante, la verdad es que de “refor­ma” no tuvo nada, sino que fue un auténtico “quiebre” de mane­ra que, para hacer honor a la verdad, en vez de hablar de reforma luterana habría que hablar de ruptura o quiebre luterano.

En efecto, un proceso de reforma supone que a una entidad pre-existente se le aplican ciertos cambios, o sea, se la reforma, producto de lo cual después del proceso resulta la misma enti­dad, pero renovada con los cambios introducidos. El quiebre, en cambio, supone que los cambios que se pretenden introducir a la entidad pre-existente son de tal calado que el resultado es la aparición de un ente distinto, diferente, separado de la entidad original. De esta manera, si antes del pretendido proceso de re­forma luterana había una sola entidad, la Iglesia católica, después del mismo hubo dos entidades distintas y distantes y, peor aún, enfrentadas una contra la otra. Y si bien al comienzo hubo dos entidades, una por cada lado, el tiempo y las mezquindades de los hombres se encargaron de que el número aumentara progre­sivamente, porque, si bien por un lado quedó la Iglesia católica, una, santa, católica y apostólica hasta el día de hoy, por el otro la ruptura se ahondó de tal manera que empezaron a aparecer un sinfín de entidades nuevas, fenómeno que hasta el día de hoy no se ha detenido. En consecuencia, no es exacto históricamente hablar de “reforma” protestante. Lo correcto históricamente es hablar de “ruptura” o de “quiebre” protestante.

La verdadera reforma al interior de la Iglesia se había iniciado desde antes de Lutero, siguió al margen de Lutero y culminó con el Concilio de Trento, a mediados del siglo XVI, que se proyec­tó con fuerza en América Latina. En esa oportunidad, la Iglesia católica acometió las reformas que necesitaba para enfrentar los desafíos que le deparaban los nuevos tiempos, y los grandes pro­tagonistas de ella fueron la pléyade de santos con que Dios regaló a la Iglesia en ese siglo: san Ignacio de Loyola, santa Teresa de Jesús, san Francisco Javier, de quien acabamos de celebrar los 500 años de su nacimiento, san Juan de Dios, sólo por mencio­nar algunos; y en nuestra América Latina, santa Rosa de Lima, san Martín de Porres, el popular Fray Escoba, y santo Toribio Alfonso de Mogrovejo, segundo arzobispo de Lima, cuya legis­lación canónica estuvo vigente en chile hasta fines del siglo XIX y a quien el llorado Juan Pablo II declaró patrono de los obispos latinoamericanos.

Al término de este proceso de reforma, sin embargo, perma­neció la misma Iglesia católica, ahora renovada, embellecida y con nuevos bríos en su tarea evangelizadora, lo que le permitió llevar adelante la magnífica e impresionante empresa de evangelización del continente americano. Por eso que tampoco es exacto tildar a las reformas tridentinas peyorativamente como “contrarreforma” porque si con Lutero se había producido un quiebre, una ruptura y no una reforma, no había nada que contrarreformar.

La historiografía protestante ha pesado mucho, pero tarea suya y mía es aclarar los términos y acomodar los hechos a la verdad, superando tergiversaciones interesadas que poco o nada tienen que ver con la historia real.