En el pasado mes de marzo, el Papa Benedicto XVI se reunió con unos 500 parlamentarios del Partido Popular europeo que celebraban en Roma su congreso continental. En su discurso, con el que respondía los saludos que le había dirigido el presidente del grupo parlamentario, el Santo Padre comenzó reivindicando el derecho de los representantes religiosos a expresar sus principios en una sociedad democrática. “Cuando las iglesias y comunidades eclesiales intervienen en el debate público, manifestó el Papa, expresando reservas o recordando principios, no están manifestando formas de intolerancia o interferencia, pues estas intervenciones buscan únicamente iluminar las conciencias, para que las personas puedan actuar libremente y con responsabilidad, según las auténticas exigencias de la justicia, aunque esto pueda entrar en conflicto con situaciones de poder y de interés personal”.
Pasando después a analizar en particular las intervenciones públicas de la Iglesia católica, el Santo Padre aclaró que su interés “se centra en la protección y la promoción de la dignidad de la persona y por ello presta particular atención a los principios no negociables”. Y en seguida Benedicto XVI enunció esos principios no negociables:
- Primero: protección a la vida en todas sus fases, desde el primer momento de su concepción hasta su muerte natural.
- Segundo: reconocimiento y protección de la estructura natural de la familia, como una unión entre un hombre y una mujer basada en el matrimonio y su defensa ante los intentos de hacer que sea jurídicamente equivalente a formas radicalmente diferentes de unión que en realidad la dañan y contribuyen a su desestabilización, oscureciendo su carácter particular y su papel social insustituible.
- Tercero: la protección del derecho de los padres a educar a sus hijos.
Ninguno de estos tres principios, en los que ni la Iglesia ni los católicos podemos transar, son verdades de fe, pues, aunque queden iluminados y confirmados por la fe, están escritos en la naturaleza humana y, por tanto, son comunes a toda la humanidad. De esta manera, la acción de la Iglesia en la promoción de estos principios no es de carácter confesional, sino que se dirige a todas las personas, independientemente de su afiliación religiosa.
Y como se trata de una tarea en defensa de aspectos fundamentales de la dignidad humana, es aún más necesaria en la medida en que estos principios son negados o malentendidos, pues de este modo se comete una ofensa a la verdad de la persona humana, una grave herida provocada a la justicia misma. Se trata, por lo demás, de una tarea que no sólo debería ser realizada por la Iglesia, sino por todos quienes buscan proteger la dignidad del hombre, no con las tergiversaciones propias de las ideologías, sino tal como la imprimió en su naturaleza el Dios creador.
Tres principios inclaudicables recordados por el Papa en momentos en que en nuestro país se habla de legislar sobre el aborto, la eutanasia, las uniones homosexuales. Tarea nuestra es vigilar que nuestros parlamentarios que se reconocen creyentes sean consecuentes con la fe que dicen creer y castigarlos con la negación de nuestro voto cuando se olviden de ello. Tarea nuestra es aunar fuerzas con quienes, aunque no compartan la misma fe, comparten la misma visión de la dignidad del hombre. Tarea nuestra es, en fin, no sucumbir ante la ironía y la sonrisa sarcástica de quienes, creyéndose en la avanzada, son esclavos de sus pasiones y están demostrando ser rémoras de la historia.