Una lección de vida

Decía un gran formador de almas que las ideas sólo se entien­den cuando se practican y dejan de entenderse cuando se dejan de practicar. La frase es sin duda incisiva, pero como no es fácil entenderla, se la voy a ilustrar con un ejemplo.

Un estudiante universitario salió un día a dar un paseo con un profesor a quien los alumnos consideraban su amigo debido a su bondad para quienes seguían sus clases. Mientras caminaban, vieron en el camino un par de zapatos viejos y supusieron que pertenecían a un anciano que trabajaba en el campo de al lado y que estaba por terminar sus labores diarias.

El alumno dijo al profesor: “hagámosle una broma, esconda­mos los zapatos y escondámonos detrás de esos arbustos para ver su cara cuando no los encuentre”. “Mi querido amigo, le digo el viejo profesor, nunca tenemos que divertirnos a expensas de los pobres. Tú eres rico y puedes darle una alegría a ese hombre. Coloca un billete en cada zapato y luego nos esconderemos para ver cómo reacciona cuando los encuentre. Eso hizo y ambos se ocultaron entre los arbustos cercanos.

El hombre pobre terminó sus tareas y cruzó el terreno en bus­ca de sus zapatos y su abrigo. Al ponerse el abrigo, deslizó un pie en uno de los zapatos pero al sentir algo dentro, se agachó para ver qué era y encontró el billete. Pasmado, se preguntó qué podía haber pasado. Miró el billete, le dio la vuelta y volvió a mirar. Luego miró su alrededor para todos lados, pero no se veía a nadie. Guardó el billete en el bolsillo y se puso el otro zapato. Su sorpresa fue doble al encontrar el otro billete.

Sus sentimientos le sobrecogieron; cayó de rodillas y levantó la vista al cielo pronunciando una ferviente oración en voz alta, hablando de su esposa enferma y sin ayuda y de sus hijos que no tenían pan y que gracias a una mano desconocida podrían comer aquella noche.

El joven estudiante universitario quedó profundamente afec­tado y se le llenaron los ojos de lágrimas. “Ahora, dijo el profesor, ¿no estás más complacido que si le hubieras hecho una broma?”. El joven respondió: “usted me ha enseñado una ley que jamás ol­vidaré. Ahora entiendo algo que antes no entendía, que es mejor dar que recibir”.

Una cosa es escuchar ideas bonitas, como lo está haciendo usted que en estos momentos me está escuchando y entusias­marse con ellas cuando las escuchamos. Pero corremos el riesgo de que nos entren por un oído y nos salgan, acto seguido, por el otro sin dejar mayor huella que el eco lejano de haber escuchado algo grato que terminamos por olvidar con facilidad. El antídoto para que ello no nos ocurra es poner esas ideas en práctica. Es verdad que es mejor dar que recibir. Y es probable que esto lo haya escuchado muchas veces y que esas mismas veces se le haya olvidado. Ha llegado, quizá, el momento de ponerlo en práctica. Este mismo día, sin esperar para mañana. Se dará cuenta que dando, sin esperar nada a cambio, es mejor que recibir. Se sen­tirá mucho mejor y, de paso, comprenderá que las ideas sólo se entienden cuando se practican y dejan de entenderse cuando se dejan de practicar.