El amor tiene que ser cultivado

No es raro encontrarme en el Tribunal Eclesiástico, en el que soy juez, con historias matrimoniales en las que el fracaso de una historia de amor no se ha producido por haber alguna causal que hubiese hecho nulo dicho matrimonio, sino porque los protagonistas de esa historia de amor no se preocuparon de cultivarlo. Como el amor existía al comienzo, se confiaron en que ya estaba y se despreocuparon de él, con lo que el amor que en un momento pudo haber existido, ha terminado por morir arrastrando tras sí sufrimientos no menores a los propios pro­tagonistas y al resultado natural y hermoso de ese amor que son los hijos.

Mi madre siempre contaba la siguiente historia: había una joven, que tenía de todo, un marido maravilloso, unos hijos perfectos, un empleo muy bueno y una familia unida. Lo extraño era que ella no conseguía conciliar todo eso; el trabajo y los que­haceres le ocupaban todo el tiempo y su vida siempre estaba de­ficitaria en algún área. Si el trabajo le consumía mucho tiempo, ella lo quitaba de los hijos. Si surgían problemas, dejaba de lado al marido. Y así, las personas que ella amaba eran siempre dejadas para después.

Un día, su padre, que era un hombre sabio, le dio como regalo una flor carísima y rarísima, de la cual sólo había un ejemplar en todo el mundo. Y le dijo: “hija, esta flor te va a ayudar muchí­simo, más de lo que te imaginas. Tan sólo tendrás que podarla y regarla de vez en cuando y, a veces, conversar un poco con ella, y ella te dará ese perfume maravilloso y otras flores maravillosas”.

La joven quedó muy emocionada; a fin de cuentas la flor era de una belleza sin igual. Pero el tiempo fue pasando, los proble­mas siguieron, el trabajo le consumía todo el tiempo y su vida, que continuaba confusa, no le permitía cuidar de la flor. Ella llegaba a casa, miraba y la flor estaba allí, no mostraba señal de flaqueza o muerte, a pesar de todo estaba allí, hermosa, perfu­mada. Y entonces ella pasaba de largo. Hasta que un día la flor murió. La mujer llegó a casa y se llevó un gran susto, la flor estaba completamente muerta, su raíz estaba reseca, sus flores caídas y sus hojas amarillentas. Ella lloró mucho y fue a contar a su padre lo que había ocurrido.

Su padre, entonces, le respondió: “Ya me imaginaba que esto ocurriría, pero no te puedo dar otra flor porque no existe otra igual a esa, ella era la única, al igual que tus hijos, tu marido y tu familia. Todos ellos son bendiciones que el Señor te dio, pero tú tienes que aprender a regarlos, podarlos y dedicarles atención, pues al igual que la flor, los sentimientos también mueren. Te acostumbraste a ver la flor siempre allí, siempre florida, siempre perfumada y te olvidaste de cuidarla”.

Con el paso de los años y de mis experiencias tribunalicias, este cuento de mi madre ha cobrado pleno sentido. ¡Cuide a las personas que ama! Acuérdese siempre de la flor, pues las bendi­ciones del Señor son una tarea. Como esa flor, Él nos la da, pero nosotros somos responsables, la tenemos que cuidar. Y como de amor se trata, la mejor ayuda la tendrá en María a quien por algo saludamos como la Madre del amor hermoso.