El primer beso de su vida

Cuando un abogado eclesiástico estudia los antecedentes de una fracasada historia conyugal para ver si dicho matrimonio es nulo, o cuando un juez de un tribunal de la Iglesia hace lo propio para sentenciar acerca de la validez o nulidad de un ma­trimonio celebrado coram Ecclesiae, es decir, ante la Iglesia, deben uno y otro dedicar atención importante a la niñez y adolescencia de ambos esposos. En otras palabras, no es suficiente estudiar la concreta historia matrimonial que es objeto de juicio, porque no pocas veces uno o los dos cónyuges llegan dañados psíquicamen­te al matrimonio por heridas psicológicas y afectivas que tienen su origen en la niñez o la adolescencia, o sea, desde antes de haber conocido a quien sería su marido o mujer.

Uno de los daños con que, con cierta frecuencia, llegan al matrimonio algunas personas sin no siquiera saberlo, es la in­madurez afectiva, es decir, ese estado de naturaleza psíquica que impide a la persona hacer el juicio práctico que supone sopesar los efectos y cambios que el matrimonio ha de traer a la vida per­sonal y las consecuentes renuncias que habrá de hacer en el futu­ro, inmadurez que, además, impide actuar con la debida libertad que requiere la decisión matrimonial, libertad tanto para optar por el matrimonio como para elegir a la persona del cónyuge.

Pues bien, no pocas veces el origen de la misma hay que bus­carlo en la niñez, pues se han dado en ella situaciones que hacen que, mientras el niño va creciendo en otras dimensiones de su personalidad, queda estancado en su afectividad. ¿Cómo puede suceder eso? me preguntará usted que me está escuchando. Se lo respondo con una anécdota contada por una profesora y que he leído hace poco. Cuenta ella la historia de Leandro, un niño que vivía en el pueblito al que fue destinada como profesora nada más recibirse. Otro profesor, informando a la joven profesora acerca de los niños y niñas, le comentó que todos ellos eran dóciles, trabajadores y fáciles de llevar, con la única excepción de Leandro, que era flojo para estudiar, rebelde y contestón; sólo tenía 8 años pero era el niño terrible del pueblo, con el que no se conseguía nada, por lo que había que dejarlo en un rincón.

La profesora, que sabía que con el amor se puede conseguir todo, empezó la clase poniendo un fácil problema de matemáti­cas. Se colocó, como por distracción, cerca de Leandro y le ayudó a resolverlo. Luego, una vez resuelto el problema, haciéndole ver lo bien que lo había hecho, le puso otro problema para que lo resolviera solo, quedándose detrás del niño observándolo como sumaba. Después, cuenta la profesora, “cuando terminó, como lo hizo bien, le tomé la cabecita y le di un beso. Él se volvió hacia mí, me miró un rato en silencio y luego me dijo con una since­ridad conmovedora: es el primer beso que me han dado en mi vida. -Pero hijo, ¿es que no tienes madre? -No. -¿Y padre? -Pa­dre, sí... -Y tu padre ¿no te quiere mucho y te besa alguna vez? -Mi padre no hace más que pegarme con una varilla. -Pues yo no te pegaré nunca, te querré mucho y tú serás bueno”. Y así se cumplió y pronto el niño se puso a la altura de sus compañeros y a muchos los superó. Con el correr de los años, la profesora recibió una carta de Leandro en la que le contaba que estaba casado, que tenía varios hijos y la invitaba a pasar unos días en su casa “para que vea -le escribía en la carta- cómo educo a mis hijos con mucho cariño, sin pegarles nunca, porque no me olvido del primer beso que me dieron en mi vida”.

Usted, que me está escuchando y que tiene hijos y nietos pe­queños, ¿cómo los trata?, ¿los abraza?, ¿los besa? Cuando ellos buscan sus brazos, ¿los rechaza? Pues sepa que según sea el trato afectivo que les dé, estará fraguando su felicidad o desgracia conyugal.