Jueces católicas y divorcio

La nueva ley de matrimonio civil que entró en vigencia el año 2004 bajo el gobierno del ex presidente Lagos introdujo por primera vez en Chile el divorcio vincular, institución que el re­cordado Juan Pablo II calificó de cáncer cuando se reunió con las familias en Rodelillo. Con ello se ha hecho vigente en nuestra pa­tria, junto a las figuras clásicas del divorcio, su forma más extrema cual es el divorcio unilateral o repudio, vieja figura que parecía encerrada en el baúl de los recuerdos pero que los nuevos tiempos y nuestros actuales gobernantes han vuelto a desempolvar.

El divorcio, aunque sea de común acuerdo entre los que se quieren divorciar, ha de ser aprobado por un juez. Pues bien ¿qué pasa con aquellos jueces católicos que, entendiendo que el matrimonio es indisoluble, se han de enfrentar, en el ejercicio de su judicatura, con este tipo de procesos? ¿Pueden proponer obje­ción de conciencia y negarse a conocerlos y juzgarlos? ¿Pueden ser obligados a juzgar? Estas preguntas no son un simple ejercicio intelectual porque han presionado las conciencias de no pocos magistrados que, al amor por la justicia que administran, quieren unir también el amor a las creencias que profesan.

Me parece que el tema tiene simple respuesta cuando se trata de personas que sólo han contraído matrimonio civil. Esas per­sonas, muchas veces bautizadas, han decidido celebrar un simple contrato, que es como nuestro Código Civil califica al matri­monio civil, contrato que, por lo demás, tiene principalmente connotaciones de carácter patrimonial. Si ellos deciden poner término a este contrato, nada impide que lo hagan y nada impide que un juez católico intervenga en dicha disolución.

Más compleja es la situación cuando, además del matrimo­nio civil, los contrayentes han contraído matrimonio canónico, matrimonio que es sacramento y en el que, precisamente por razón del sacramento, la indisolubilidad alcanza especial firmeza como lo señala el Código de Derecho Canónico (canon 1056). Pero esta figura tampoco ofrece dificultades si antes de acudir al divorcio civil las partes han acudido al tribunal eclesiástico y han obtenido la declaración de la nulidad de ese matrimonio religio­so. Para un creyente el único matrimonio válido es el matrimonio canónico. El otro, el civil, ya lo he dicho, es un simple contrato patrimonial que se solemniza mediante su celebración ante un oficial del Estado y su inscripción en un registro público, pero nada más. De esta manera, si el único matrimonio válido para un creyente, como es el matrimonio religioso, ha sido declarado nulo, nada impide acudir a la figura del divorcio en sede civil, sobre todo, si ambas partes están de acuerdo. Es más, esta figura resulta hasta recomendable, sobre todo si la nulidad canónica ha sido declarada por causas de naturaleza psíquica, porque los hechos que las configuran muchas veces son de tanta intimidad, que no conviene ventilarlos ante los tribunales civiles por el riesgo de que al poco tiempo lleguen a ser de dominio público.

La situación más compleja es la de aquellos bautizados que acuden al divorcio sin haber anulado previamente su matrimonio religioso. Pero tampoco esta situación ha de ofrecer mayor pro­blema al juez católico que quiere ser fiel a su conciencia porque el matrimonio civil, único al que habrá de referirse cuando juzgue acerca del divorcio, no toca para nada el matrimonio canónico, que es el indisoluble. Si el juez civil orienta todo su actuar a re­solver en justicia la situación civil y no pretende con su acción rozar siquiera el matrimonio canónico, único matrimonio váli­do para el creyente, habrá cumplido con su deber y habrá sido perfectamente fiel a sus convicciones. Más aún, jueces capaces de plantearse esos problemas de conciencia, son una garantía de justicia y, por lo mismo, no sólo es conveniente sino que hasta necesario que intervengan en ese tipo de causas.