50 años de la elección de Juan XXIII el Papa Bueno

El 9 de octubre de 1958 fallecía en el Vaticano uno de los grandes pontífices con que Dios regaló a la Iglesia del siglo XX, Pío XII. Como sucede desde hace cientos de años, se convo­có al cónclave que debía elegir a su sucesor. Para muchos de los cardenales electores había un nombre que se repetía entre ellos, el arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, pero había un detalle que, al menos de momento, impedía su elección, pues no era cardenal. Montini había sido un estrecho y eficiente co­laborador de Pío XII como sustituto de la Secretaría de Estado hasta que, sin saberse exactamente por qué, Pío XII lo nombró arzobispo de Milán, sede tradicionalmente cardenalicia, o sea, sede cuyos arzobispos desde antiguo siempre han sido hechos cardenales; pero, en el caso de Montini, sin saberse tampoco por qué, Pío XII no lo hizo cardenal. Al no serlo, los conclavistas no quisieron romper la tradición secular de elegir Papa a un cardenal y no lo eligieron, aunque en las primeras votaciones su nombre apareció entre los votos emitidos.

Como había que elegir a un Papa, los cardenales pensaron en la conveniencia de elegir un cardenal lo suficientemente mayor como para que reinara pocos años, que hiciera cardenal al arzobispo de Milán y éste sería elegido en el cónclave siguiente. Y se pusieron de acuerdo en elegir al entonces cardenal patriarca de Venecia, un anciano de 78 años, bajito, gordito y bonachón, con pinta de cura de pueblo, que había sido un hábil diplomático en París y que era un pastor a toda prueba. Si se quiere, un Papa de transición. Y el 28 de octubre de 1958 eligieron a Angelo Giuseppe Roncalli quien escogió el nombre de Juan XXIII.

Lo que sus eminencias no sabían, y perdónenme la expresión, era la chichita con la que se estaban curando. Una de las prime­ras medidas del nuevo Papa fue hacer cardenal al arzobispo de Milán. Dicen que cuando Juan XXIII le impuso el birrete carde­nalicio al nuevo príncipe de la Iglesia le habría dicho “bien sabe su eminencia que usted debería estar en lugar donde estoy yo”. Y a los tres meses de su elección sorprendió a la Iglesia y al mun­do entero anunciando un nuevo concilio ecuménico, el Concilio Vaticano II. Fue una decisión profética, pues el Concilio cambió, dentro de su perenne continuidad, la historia de la Iglesia con­temporánea. El mismo Juan XXIII lo inauguró en 1962 y al año siguiente falleció santamente. Como era de esperar, en el cóncla­ve siguiente fue elegido el cardenal arzobispo de Milán, Giovanni Battista Montini, quien asumió el nombre de Paulo VI.

Los biógrafos de Paulo VI están de acuerdo en que, dada su personalidad y carácter, jamás habría convocado un concilio, pero elegido Papa cuando ya se había iniciado el concilio, esa misma personalidad y carácter le obligaron continuarlo hasta su fin. ¿Por qué Pío XII se lo llevó a Milán y no lo hizo cardenal, y fue necesario un Papa de transición como se dijo en su época, pero que fue capaz de convocar un concilio y, con ello, cambiar la historia de la Iglesia contemporánea? Humanamente no lo sabemos, pero a los ojos de un creyente la respuesta es fácil: simple­mente es Dios quien, valiéndose de las grandezas y debilidades humanas, gobierna la Iglesia. Hace 50 años Dios, en su infinita providencia, lo hizo por medio de los cardenales que, dóciles al soplo del Espíritu, eligieron a quien pasaría a la historia como el Papa bueno, hoy, el beato Juan XXIII.